Estoy convencido que el camino de la verdad es el que nos salva. Y ese camino, como el de la vida, se transita desde la humildad y la pequeñez de irnos reconociendo, reconfigurándonos y resignificando en la vida. Cada a uno a su manera, cada uno con el tiempo y el espacio que necesita.
He podido ver esta semana pasada, antes de la Semana Santa en la que nos encontramos, la película La historia de Souleymane (Boris Lojkine, 2024) que viene con dos premios del pasado Festival de Cannes a cuestas: el premio del jurado y el mejor actor en la sección Un certain regard. Cuenta la historia de un chico de Guinea Conakri que intenta sobrevivir en el laberinto de un Paris irreconocible que puede ser cualquier capital europea, donde todo el mundo intenta sacar partido de la vulnerabilidad y la necesidad de los más pobres e indefensos. Enfrentándose a las mafias de sus propios compatriotas y teniendo que lidiar con los funcionarios que tienen que aprobar su petición de asilo.
En medio de un ritmo frenético, que en muchas ocasiones violenta al espectador aunque lo vea cómodamente desde la sala del cine, vamos conociendo la vida del personaje, de Souleymane, interpretado por Abou Sangare. La realidad, si la miramos frente a frente, nunca nos deja indiferentes. La realidad duele, es árida, y en muchas ocasiones hostil. A pesar de todo, no es hasta el final de la película cuando el protagonista acaba desprotegiéndose y aflora, con temor y temblor, pero con la valentía necesaria en esos momentos, su propia verdad. La verdad necesaria. La película tiene un final abierto y no sabemos el destino del protagonista. Lo podemos intuir, pero mejor que vayan a verla al cine cuando la estrenen el próximo mes de mayo.
Vivo estos días de Semana Santa entre oficios y oficios. Tenemos a ocho chicos en el centro de pastoral que coordino en estos momentos. Son como Souleymane, casi de la misma edad, casi con los mismos problemas. Jóvenes entre dieciocho y veinticuatro años que por su edad debieran estar formándose en la universidad de su país y, sin embargo, están sobreviviendo como pueden en medio de un sistema que en muchas ocasiones opta por expulsarlos, mirar a otro lado, ponerse de perfil, cargar las culpas a las competencias del adversario político, etc. Pero quizás, lo que más duele, es la falta real de voluntad política para solucionar la situación de los inmigrantes, que, como estos jóvenes, tienen que pasar años viviendo en un limbo burocrático y peligroso hasta conseguir los papeles definitivos.
Nuestro centro se activa como recurso de emergencia para chicos en situación de calle en colaboración con la mesa de la hospitalidad de la diócesis de Madrid. La calle como sistema no es buena para nadie y para ellos, siempre en el umbral de la vulnerabilidad, aun menos. Comparto todos los días el desayuno y algunos días las cenas. Intento solucionarles alguna cosa, me peleo con el idioma, pero siempre acabamos entendiéndonos. Nos hacemos compañía, compartimos la mesa. Eso poco que hacemos, en el día a día, es la rutina de estos días santos, como viene siendo todo este mes de abril.
No estoy solo en esto, hay muchos hombres y mujeres voluntarios, que desde traer la cena, acompañarlos en clase de español o quedarse con ellos por la noche, llenamos un cuadrante de más de cincuenta personas. Ahora que volvemos a celebrar el día del Amor fraterno pienso en esta comunidad nómada. Los chicos han ido cambiando en estos quince días primeros del mes. Y pongo en la oración sus vidas y sus desvelos. Es mi tercera acogida, quizás la más consciente de ellas. Las vidas de los demás dejan poso y también nos construyen por su verdad. Sus heridas y sus logros, sus esperanzas y sus miedos, son también los nuestros. No hay trampa ni cartón. La verdad se puede ver en sus rostros cuando llegan cada noche.
Todo lo compartimos en este tiempo y espero que podamos ir creando una sociedad en la que nos acostumbremos a acompañarnos, sentarnos a comer juntos, compartir unas risas. Aunque no nos conozcamos de nada, aunque parezcamos unos extraños, aunque nuestro color de piel sea distinto. Porque lo que nos une, es mucho más profundo y está en el centro de estos días de gracia. El amor y la entrega.


