Veo estos días el documental que ha hecho Aitana Ocaña que recorre el espacio vital de esta cantante que salió del programa Operación Triunfo y que en apenas siete años se ha convertido en un fenómeno casi mundial. El “docu” –nombre que ella misma utiliza para referirse a él– es un reflejo de una chica de la Generación Z que expone su vida a corazón abierto pidiendo a la vez una intimidad que se fractura en la propia manera de exponerse. Lleva por nombre Metamorfosis y en el desarrollo podemos atisbar un cambio en su vida que se produce en torno a dos conciertos soñados en el Estadio Bernabéu. Y es, a la vez, una nueva manera de afrontar la realidad de una adolescente que ha tenido que crecer y enfrentarse a la realidad con el foco siempre encendido. Lo que muestra en algunas ocasiones me resulta impúdico por la manera de mostrarse, de exponer su vida y sus sentimientos en canal, para todo el público.
Ahora que comenzamos el tiempo de Cuaresma me resuena en la mente la metamorfosis, el cambio, la metanoia. Y pienso también en lo que dice la Sagrada Escritura, aquello de “hacerlo en lo secreto”. No exponerse en los cambios ante el escaparate de los demás. Ni en la limosna, ni en la oración, ni en el ayuno. Y comprendo lo complicado que se hace en este mundo líquido y transparente en el que vivimos, donde todo lo visualizamos, donde exponemos la vida a golpe de reel, donde anunciamos nuestros cambios en un directo de Instagram. De esa manera erramos el tiro, porque caemos en la misma trampa que los fariseos en tiempo de Jesús: hacer la vida frente al escaparate. Y todos sabemos que el cambio real se hace fuera de foco y necesita de silencio, de un espacio y un tiempo calmado para que se produzca el milagro. Teresa de Jesús también lo explica en ese proceso del “gusano a la mariposa”, del camino de transformarse en Dios, en las quintas moradas.
“Todo cambia” como dice la canción del chileno Julio Numhauser que popularizó la recordada Mercedes Sosa. Todos cambiamos a cada rato, evolucionamos. Todos deseamos que la vida nos ofrezca de vez en cuando la posibilidad de hacerlo. Que nosotros mismos nos demos la oportunidad de hacerlo, sin prisas, pero sin pausar las posibilidades. A veces se nos escapa el propio tiempo. A veces, el ritmo de nuestras vidas, nuestra manera de vivir se lleva por delante toda posibilidad de cambio.
En medio de toda la vorágine de los últimos tiempos, el entramado político mundial, la complejidad de la vida, la incertidumbre del futuro que nos espera, los referentes que nos dejan y los nuevos que nos llegan… tenemos de nuevo una oportunidad para abrazarnos a la esperanza. Cada Cuaresma lo es. Y esta lo es un poco más si cabe, en clave del Jubileo que estamos viviendo y celebrando, en oración también junto con la vulnerabilidad que vive en estos momentos el papa Francisco. En oración con él.
Abrazarse a la esperanza como certeza y como destino, sabiendo que la esperanza no es un color, no es un mero envoltorio, sino una manera de enfrentarse a la vida. Vivir es esperanza. Vivir enfrentándonos a la realidad con los ojos de Dios, con esa mirada que es un regalo. Sentirnos mirados, caer en la cuenta de que Él nos mira. A veces no necesitamos más, ni menos.
La vida cotidiana se cifra en los pequeños gestos, en la vida sencilla, en estar pendiente de los detalles más nimios. Y la mirada es uno de ellos. Cuando nos miran con cariño tenemos medio camino hecho. Y en el Evangelio todo comienza con una mirada. La que nos hace conscientes de que estamos ante una vida nueva, la que nos hace sentir henchidos de agua viva como la samaritana, la que nos hace mirar el futuro como un comienzo tal como lo ve Nicodemo. Esa mirada y la oportunidad de poder comenzar el camino una vez más, como cada Cuaresma, como en cada momento de nuestra vida en el que tenemos la posibilidad de sentirnos de nuevos amados.