LA INTERNACIONAL DEL ODIO

El final de la era de las certidumbres, de la autosuficiencia y de la invulnerabilidad que nos dejó en legado la pandemia del año 2020 ha traído como consecuencia, entre otras cosas, el ascenso de la cultura del odio y de la supremacía como forma de estar en el mundo. Es la desesperación de los fuertes convertida en momento propicio para las grandes empresas tecnológicas que perforan el capitalismo de la vigilancia sobre la población.

Cuando conmemoramos los 80 años de la liberación de Auschwitz –espejo del genocidio nazi- nos encontramos con viejas palabras que ponen en marcha de nuevo la maquinaria del aplastamiento de la vida: emergencia nacional, deportaciones, incremento de gastos militares o limpieza étnica. Las empresas convertidas en nuevos gobernantes aparcan sus planes de igualdad, entierran sus medidas de inclusión en la diversidad y sacan a relucir sus hachas de guerra. En el horizonte, Gaza se visualiza como una oportunidad de negocio turístico y el tecnofeudalismo, vocablo acuñado por Yanis Varoufakis, se adueña del mapa global al ritmo que marcan las plataformas digitales.

La ideología de la seguridad necesita enemigos a los que aplastar. Y todo pasa por dar la espalda a la realidad y evitar el encuentro con el diferente. O evitar la digestión de lo inesperado que irrumpe en nuestras vidas y no sabemos descifrar. El odio no surge de forma espontánea. Tiene forma de círculo que comienza por la ignorancia. Cuando me encuentro con algo desconocido y no lo trato, lo ignoro, y esa ignorancia se transforma en miedo. Aquello que no entiendo, lo que me supera, lo que me genera incertidumbre toma forma de miedo atávico. Si no trato ese miedo y lo dejo evolucionar, se convertirá en odio, que al no poder domesticarlo rápidamente torna en ira, y la ira incontrolable solo tiene un nombre: violencia. Violencia contra los más indefensos y contra la fragilidad de la vida en la Tierra.

El odio no solo lleva a la confrontación sino a la pérdida de referencias democráticas. Las nuevas generaciones están creciendo en el desprecio a la democracia como forma de convivencia en el seno de sociedades plurales. Lo normal es usar la fuerza, gritar, despreciar. Es lo que ven y consumen de manera habitual. Tratar la ignorancia, el miedo, la ira, el odio o la violencia es desmontar el mecanismo demoledor que se convierte en maquinaria de aniquilamiento del otro. Necesitamos fuertes dosis de comprensión de la realidad, información veraz, empatía ante el sufrimiento ajeno e identificación de patrones de conducta marcados por el prejuicio y por los miedos. Un mínimo resquicio de humanización solicita ensanchar la mente y el corazón ante tanta crueldad.

La internacional del odio es el exponente de la última fase del paradigma del crecimiento económico indefinido, que se asienta en un patriarcado guerrero tan demoledor como inhumano. Son los estertores de lo que quiere morir matando con los votos de las mayorías de corazón duro. Como en el ascenso del nazismo, la ignorancia produce monstruos difíciles de domesticar.

Mientras tanto, nuestra alternativa sigue en pie. El cuidado tiene forma de decreto ómnibus: cuidado de uno mismo, de los demás y del planeta. El pack es innegociable si no queremos manipular también el cuidado. Y eso pasa de manera urgente por cuidar la democracia, como tantas veces ha venido insistiendo infructuosamente Manuela Carmena. Quien sabe de sufrimientos evitables valora lo que tiene. Es momento de no perder la vista, valorar y defender los derechos conseguidos y los cuidados desarrollados en empresas, organizaciones, asociaciones, colegios y universidades. Un horizonte humanizador depende de la aportación de cada cual en la protección de la dignidad de todos los seres humanos y en la defensa de lo público como garantía de poder habitar nuestra casa común en paz.

La vieja advertencia de Edgar Morin se mantiene: navegamos en medio de un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas. Y la estela de la certidumbre a seguir la dejó la obispa de la Iglesia episcopal Mariann Budde, que se atrevió a mostrar ante Trump que la entraña de lo humano acampa en la misericordia y en la justicia. Tras reconocer que la cultura del desprecio que se ha normalizado amenaza con destruir la convivencia, añadió: “nuestro Dios nos enseña que debemos ser misericordiosos con el extranjero, porque todos fuimos extranjeros en esta tierra”. Ellos somos nosotros.

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