Existe en Ciencia una regla empírica llamada la navaja de Ockham que sugiere que «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable, hasta que se demuestre lo contrario». El autor de este pensamiento es un monje franciscano llamado Guillermo de Ockham y a dicha regla se le llama también Principio de Parsimonia o Principio de Economía.
Este principio viene a indicar que, de todas las posibles explicaciones que pueden darse para argumentar un suceso, la que menos complicaciones tenga y menos «comeduras de coco» precise es la más probable. Por ejemplo: imaginemos que estamos en casa, sentados tranquilamente en nuestro escritorio, con nuestro ordenador. De repente, una puerta se cierra de golpe haciendo un ruido que nos sobresalta. No nos hemos repuesto cuando hay otro portazo. ¿Qué ha pasado? Por mi cabeza pueden desfilar muchas razones, desde las más evidentes a las más extravagantes, pero supongo que todos, al leer esto, nos hemos quedado con la más simple: que una corriente de aire ha hecho que las puertas se cierren bruscamente. ¿Cuál es la reacción más normal ante eso? Levantarnos para comprobar las ventanas. Efectivamente: había una abierta por la que había entrado el aire. La cierro y ya no vuelvo a escuchar más portazos.
Ahora bien, si veo que todas las ventanas están cerradas y no hay nada de aire por la casa, quizás empiece a tirar de esas otras hipótesis, algunas muy peregrinas, que se me han ocurrido. Como en las películas de miedo, la chica comprueba si ha cerrado todas las ventanas. Resulta que lo ha hecho, por tanto, los portazos… ¿por qué ocurren? Algo pasa… y ahí viene el susto. Pero, primero, lo simple: comprobar las ventanas. Y si lo simple no funciona, empezamos entonces a complicarnos la vida.
Este principio me hacer caer en la cuenta de la infinidad de veces que lo usamos sin darnos cuenta. Y también de lo bien que nos vendría usarlo en esas ocasiones en las que nos amargamos la vida innecesariamente. Por ejemplo, en el tema de los enamoramientos: «Fulanito dijo que me llamaría por teléfono y no ha llamado. ¿Será porque habré hecho algo que no le haya gustado? ¿Y qué habré hecho?¿Será que no le gusto? ¿O será que le gusto, pero no se atreve a dar el paso? ¿Doy yo el paso entonces? ¿Y si hay otra? ¿Será esa Menganita de la que habló la otra vez? Pero él dijo que me llamaría…». Quizás simplemente debería enfrentarme a la explicación más sencilla y dejarme de tonterías: no le apetece quedar. Y punto. Así de fácil. Y se acabó ya el perder el tiempo vanamente.
En Ciencia, este principio también es útil. A veces, la realidad puede interpretarse recurriendo a lo evidente. O, a veces, es mejor partir de lo que parece evidente para empezar a encontrar la respuesta cuando dicho elemento evidente ha quedado comprobado y descartado. Ahí se da el avance, el paso siguiente necesario para descubrir la verdad. Si no existiera esa primera comprobación de si lo simple es lo que responde a lo que ocurre, probablemente no habríamos llegado hasta donde hemos llegado gracias a la Ciencia.
Lo que pasa es que, en muchas ocasiones, la que podría ser la explicación más sencilla no es la que nos satisface, a pesar de que tiene todas las papeletas para que sea la verdadera. Voy a explicar lo que quiero decir con esto usando un diálogo de la película Contact, de la que he hablado varias veces en este blog.
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En esa película, la científica Ellie Arroway comienza con el ex seminarista Palmer Josh una de sus múltiples discusiones sobre la existencia de Dios. Ellie, como no creyente, le dice: «Hablemos de la navaja de Ockham. Es un principio básico de la Ciencia. Dice: “en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla tiende a ser la verdadera” (…). Bien, ¿y cuál es la más probable? ¿Un Dios omnipotente y misterioso creó el universo y decidió no dejar pruebas de su existencia o, simplemente, Dios no existe, y lo hemos creado para no sentirnos tan ínfimos y solos?». A lo que responde Josh: «No lo sé, no concibo vivir en un mundo donde Dios no existiera. No… no querría». Madre mía, el pensamiento lógico frente a la certeza inexplicable. Parece que tenemos las de perder…
Dios es para mí esa explicación complicada, inimaginable e improbable, pero verdadera. De hecho, me resulta tan cierta su presencia en mi vida que la explicación lógica me sobra. Una vez que se tiene fe, lo simple es, precisamente, creer. Quizás Ockham, como buen monje y hombre de fe, añadió a su idea eso de «no siempre lo simple es lo necesariamente verdadero». Si no, pensemos: ¿qué es más probable: que el Mesías fuera un aguerrido rey, perteneciente al pueblo de Dios, que, con su apoyo, armado hasta los dientes y seguido de un inmenso ejército, liberara a su pueblo del yugo de los romanos; o que Jesús, el hijo del carpintero, que terminó muriendo en una cruz, resultara siendo ese Mesías tan esperado? Lo primero, ¿verdad? La teoría del rey libertador, al más puro estilo del rey David. Al fin y al cabo, Israel había experimentado en su pasado historias como estas, con lo cual eso era lo esperable. Pero Dios juega en otra liga. Quizás por eso hicieron falta los milagros: porque lo simple no nos parece, efectivamente, lo cierto y verdadero.
hora que han pasado las Navidades, no nos olvidemos volver de vez en cuando a Belén, al niño acurrucado entre pajas, a la adoración de los pastores, a la Virgen recién parida y el san José lleno de dudas. Volvamos a la sencillez del portal para darnos de bruces con el misterio de Dios, que es para mí el único misterio que está lleno de luz.