Perderte y perderme,
el mismo camino
de piedras y agua
de viento y de ampollas
de lunas perpetuas.
Rencontrarte en la carne.
Rencontrarme
.

El reencuentro con el niño. Ahora entiendo por qué me gustaba tanto este lienzo que pintó Rubens en 1609. Hasta ese momento pensaba que era porque mi madre me lo enseñaba y me decía que era precisamente él, Gaspar, el que estaba ofreciéndole incienso al niño. Para mí era como estar viendo el álbum de fotos viejas que teníamos en la estantería del salón de estar. Me hacía soñar con linajes mágicos y me hacía sentirme de una manera especial en esas noches de Reyes. Tenía la certeza de que el rey Gaspar, al ser familia mía por apellido, me miraba y me cuidaba siempre. Como, además, me contaban que mi abuelo, que fue herrero en dos pueblos chiquititos de Soria y Aragón, le herraba las pezuñas a los camellos de los Reyes Magos todas las noches del 5 de enero, para mí todo encajaba a la perfección.

Han pasado ya algunos años y el magnetismo del cuadro sigue intacto. No solo por el color y las curvas infinitas de los cuerpos semialumbrados, ni tampoco, únicamente, por la riqueza visual del Barroco en ese casi compulsivo abandono del vacío, llenando hasta la oscuridad de la noche con los querubines que nos conectan con el esplendor de lo sobrenatural y que irradian una luz que no se ve pero que está.

El cuadro viajó a España en época de Felipe IV y fue retocado por el mismo Pedro Pablo Rubens en 1628, casi veinte años más tarde. Y decidió incluir en él pinceladas más sueltas, curiosamente cuando ya había cumplido los cincuenta años de vida. El camino interior le llevaba, como a ti y como a mí mismo, a la autenticidad, esto es, a la libertad. Y no solo eso, se atrevió a autorretratarse a la derecha del cuadro, en la figura de la casaca morada detrás del caballo, mirando a la figura central del óleo: el Niño Jesús. 

El arte plasma siempre las inquietudes más profundas y difícilmente explicables de otra forma, aquellas que nos socaban o nos llenan o nos irradian hacia nosotros y hacia el mundo. Quizá es el momento de reencontrarse, de volver a mirar al niño que eres y descubrir la inocencia y el asombro, pero con toda tu vida cargada de experiencias. Quizá te has perdido a veces y has vuelto al camino de tu intuición más sabia, el camino que te marcaba tu estrella. Quizá parecen los mismos lugares de encuentro, los mismos lienzos y acontecimientos, pero tienes la oportunidad de retocarlos también, corregirlos y hasta de hacerte presente y responsable de toda la historia que contienen que, por cierto, es la tuya.

Quizá, también, puedas despojarte de pesos innecesarios y de cargas que no son tuyas y permitir que tus trazos y tus pinceladas sean más sueltas también, más tuyas, sin tanta ornamentación y sin miedo a los espacios vacíos. De los vacíos y la noche surgen las estrellas.

Es el momento de volver a mirarte al espejo a las pupilas con la profunda ternura con que el rey Gaspar mira al niño frágil, lleno de posibilidades, que tiene delante, absorto del ruido exterior y quedándose con la preciosa sencillez del encuentro.

Ahora entiendo, porque antes no entendía, que, quizá, la mirada del pintor flamenco era la misma mirada que quieres tener ante la magia de lo pequeño, la sensibilidad frente a la necesidad de los demás y la urgencia de volver a encontrarte en aquel niño de 10 años. Todo el camino que los magos transitan por Persia, Babilonia o Arabia tuvo la recompensa de lo aprendido en su mismo proceso de búsqueda. Donde otros no vieron nada especial ellos supieron ver. No es que la noche estuviese iluminada, es que aprendieron a ver en la oscuridad. 

No tengo muy claro que todo esto es lo que tratara de mostrarme mi madre en aquella Navidad de 1979, pero ahora, gracias también a ella, creo más que nunca en el Melchor, Gaspar y Baltasar que todos y todas somos en este viaje de la vida.

  • La obra de arte es La Adoración de los Magos, de Pedro Pablo Rubens, Museo del Prado, Madrid, España.
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