El cuidado a los otros contiene diversas vertientes. Una, la más usual, es la que hacemos de forma unidireccional hacia otra persona. Al mismo tiempo, existe un cuidado que apela a la convivencia, a vivir juntos en un lugar: es el hecho palpable de vivir unos con otros, no solo junto a otros. Las piedras coexisten, mientras que las personas convivimos, dice José Antonio Marina. O al menos somos capaces de convivir, aunque muchas veces nos quedemos en la mera coexistencia. Soportar no es convivir. Por eso necesitamos un aprendizaje de la convivencia desde el cuidado.
La educación no puede reducirse a mera instrucción o transmisión de conocimientos. En un mundo polarizado que todo se reduce a dilemas donde se nos pide posicionarnos en la solución A o en la solución B y fomentar la rivalidad, la educación ha de ser un aprender a conducirnos en la convivencia. El camino del convivir no puede ser el de instruir ni está sometido a la lógica del rendimiento. La convivencia es evolución y creación de patrones de conductas inclusivos, amistosos y respetuosos.
Convivencia es vida en común entre maestros y discípulos, de modo que se va generando un entre fructífero y nutritivo. Cuenta, pues, con un suelo consistente que muchas veces atravesamos de forma inadvertida. Se trata del capital social de una determinada comunidad educativa, del ecosistema colegio del que formamos parte. Capital social hace referencia a valores, pero no tomados de uno en uno, ni siquiera comprendidos como valores agregados. Más bien nos habla de la atmósfera ética que descubrimos al entrar en un espacio concreto: qué valores fluyen y se respiran, a qué me sabe este lugar, qué huelo en él, qué vida buena surge entre maestros y discípulos. Son los valores que se filtran en el dinamismo de las relaciones y conexiones que tenemos. Un capital social bien orientado para la convivencia es aquel que nos permite descubrir en la trama relacional de un centro aires de bondad, de cooperación, de confianza y de perdón.
La convivencia, entonces, se articula como una disposición elemental que nos introduce en un encuentro compartido con los otros, y así nos permite vivir juntos de una determinada manera. Es la voluntad de vivir en común alentados por el principio-esperanza que nos impulsa a creer que la convivencia siempre es mejorable y reformable. Por eso mismo la convivencia, más que una meta que hemos de conquistar, es un proyecto en movimiento de construcción colectiva. En esta obra se precisan normas de comportamiento, pero, sobre todo, exige un talante ético que promueva el respeto mutuo, la inclusión y el cuidado recíproco. Así entendida, la educación hemos de comprenderla como la transformación en la convivencia, según nos recuerda Humberto Maturana. Creamos y recreamos la convivencia en la medida que la vivimos transformándonos para que la ayuda mutua, la conversación que nos abre a la escucha permanente y el acuerdo en los pasos a dar sean los puntos de apoyo permanentes.
Cuando la educación se plantea qué tipo de personas estamos formando y hacia qué modelo de sociedad nos orientamos, ha de tener presente qué educación en la convivencia estamos realizando, más allá de las asignaturas y de las programaciones. Al incrementar solidaridad, cooperación y ayuda mutua estamos activando un modo de convivir que se manifiesta como un estado creciente de dicha compartida. Si además podemos aminorar discriminación, prejuicios y agresiones de todo tipo estaremos en la buena dirección. Los resultados no son automáticos ni caen del cielo. El mejor resultado es saberse en un proceso de convivencia donde cotidianamente estamos atentos para poder incrementar un poco de humanidad en medio de un contexto tantas veces deshumanizador.
La convivencia saludable es uno de los pilares de la cultura del cuidado. En la convivencia cuidamos los vínculos que nos configuran como comunidad de aprendices. El modo de organizar la vida en común y de afrontar los múltiples conflictos que surgen en el centro educativo, formará parte de esa herencia que siempre hemos de actualizar. Quizá la convivencia que mana del cuidado no ha de estar tan pendiente de corregir comportamientos cuanto de despertar emociones, ayudar a expresarlas, preguntarnos por cuáles son nuestras necesidades, reflexionar juntos sobre nuestras actuaciones y abrirnos al encuentro que nos conforma como un nosotros permeable, multicolor y en permanente construcción.