En el año 1992, en medio de los fastos de la España olímpica y cuando conmemoramos el quinto centenario del encuentro con América, apareció un pequeño ensayo de Rafael Argullol y Eugenio Trías titulado El cansancio de Occidente. En él describen cómo Occidente y Europa dejan mucho que desear desde el punto de vista ético, aunque lleguen a logros importantes en materia económica o tecnológica. Hay síntomas de agotamiento:
Occidente está cansado: carece de todo aliento para ni siquiera percibir la
magnitud de los problemas que él mismo ha generado.
Según estos autores, dicho desaliento está provocado por la ley del exceso en la que vivimos, esa fuerza ciega que nos empuja a crecer sin límites envueltos con una venda que actúa como ceguera moral ante los desvaríos que nosotros mismos ocasionamos como civilización que ha interiorizado que todo puede ser conquistado.
Tres décadas más tarde, los resultados electorales en la Unión Europea dibujan una situación preocupante. La memoria de Europa nos conduce hasta los años 20 y 30 del siglo pasado. En el periodo de entreguerras mundiales, se instaló el convencimiento de que un viejo mundo estaba cayendo y otro nuevo andaba emergiendo sin saber bien cómo. En ese interregno, como lo denomina Gramsci, lo más normal es que crezca la incertidumbre y se apodere de las masas la necesidad de seguridad y de orden. Y justo es ahí donde pueden aparecer los monstruos bajo la forma de mesías salvadores. Y en esas estamos.
Los profetas de calamidades se caracterizan por fabricar miedos y paralizar esperanzas. Todo queda reducido a inventar enemigos reconocibles en los que podamos instalar odios y desprecios. Trías y Argullol sostenían que a la menor conmoción del “bienestar” se producen movimientos de pánico. Movimientos perfectamente orquestados desde las cabezas histriónicas y desmesuradamente protagonizados por las masas crédulas. Y ante esta escalada de insensibilidad ética importa generar pensamiento crítico, especialmente entre las jóvenes generaciones, para que no sean objeto, una vez más, de una manipulación devastadora de lo humano.
Las redes sociales definitivamente han sustituido a los medios de comunicación convencionales para informar y aportar datos de una realidad poliédrica. Es fácil fabricar realidades falsas e influir con ellas y desde ellas para promover macrocárceles para corruptos, deportación para los migrantes y una especie de “limpieza moral” que resuena a supremacismo y totalitarismo de libro. Desde las redes sociales se implantan nuevas marcas políticas y desorbitadas medidas para convertirnos en una Europa fortaleza ante los supuestos enemigos que nos acechan.
Suscribo la sentencia de Santiago Alba Rico: “cada día me interesa menos la política, pero cada día me importa más”. Si nos importa la convivencia en los centros educativos y en las calles, si nos alegra el paseo por los parajes naturales, si no queremos ser expulsados de las ciudades por el abusivo precio de las viviendas, si queremos vivir con dignidad habitando nuestro mundo de manera civilizada, entonces nos ha de importar la política. Una política protagonizada por la ciudadanía activa que vive en común anhelos de justicia. Activa no quiere decir agitada ni desbocada, sino consciente de los problemas que vivimos, detectora de sus múltiples causas y escorada hacia la defensa de los más débiles. Porque la política necesita salir de la esfera de lo mío y de mis intereses para conjugar las necesidades de los que peor están, porque sencillamente la vida se les hace más ardua y costosa.
En las aulas, en las asociaciones cívicas, en los clubs de lectura hemos de recuperar la palabra que esclarece en medio de la podredumbre de los argumentos al uso. En 1992 Argullol y Trías denunciaban que el hecho de pensar se está convirtiendo en tabú. Pesa más el exabrupto, la mirada cortoplacista y la prisa. ¡Qué inmensa responsabilidad tenemos los educadores, tanto en la educación formal como en la formación con los trabajadores y en la educación no formal! Alimentar el pensamiento y el diálogo que nace de corazones con sensibilidad ha de ser uno de los compromisos educativos a largo alcance.
Por eso hemos de hablar de política, a pesar de todo, para no dejarla en manos de los que avasallan con sus mentiras y para sostenernos unos a otros. Y para ello hemos de hacer pedagogía social allí donde estemos y con quienes estemos. Porque cuidar también es mirar alto desde las bajuras de quienes peor lo pasan.