No es un recorrido real entre las dos ciudades, ni tampoco metafórico, sino de las dos paradas de metro que unen origen y destino. Entre las dos hay 12 paradas. Hago este recorrido todos los domingos como un viacrucis para poder atender la eucaristía en el centro de Pastoral Social Santa María de Fontarrón, en Vallecas. 

La línea 1 es la más antigua de todo Madrid, y creo que también la más utilizada. Para recorrer los seis kilómetros que hay de distancia entre el lugar donde vivo y al lugar al que me encamino suelo tardar unos 45 minutos contando el tiempo en el metro y el que tardo andando entre los lugares desde donde salgo y hasta donde voy. He convertido esta hora en rutina de domingo y me sirve, dependiendo de cómo vaya el metro, para leer, reflexionar, pensar y rezar. De todo hago y no necesariamente en ese orden. 

La ida, como es más temprano, suele ir más despejada y raro es que no encuentres sitio para sentarte y poder leer un poco o prepararte para la eucaristía. Sin embargo, la vuelta es otro cantar. La gente se mueve en busca del vermú, del paseo o del tiempo libre y normalmente está llena… bastante llena todo el trayecto. Ir en metro es darte cuenta de cómo respira la gente, de cómo respiramos todos. De cómo la realidad cotidiana se expresa tal como es, para lo bueno y para lo malo. Creo que el metro esconde de algunas maneras las arterias de la ciudad, el corazón subterráneo donde pasan muchas de las cosas para la gente normal.

Este domingo, el día de las elecciones europeas, la vuelta de Vallecas ha sido distinta porque he presenciado una situación racista por parte de una pasajera. Ha sido un momento tenso por la cantidad de personas que íbamos en el vagón y la dificultad de gestionar un episodio violento, entre tanta gente, sin apenas espacio. Sin embargo, he podido comprobar la firmeza de varios de los pasajeros que han levantado la voz frente a los insultos y amenazas infundadas que dos personas proferían a la vista de todos solo por “un leve roce” en un vagón lleno de gente. Una de ellas decía que el tono que había utilizado había sido el detonante, la otra enarbolaba su color de piel para justificar su comportamiento.

El racismo se construye sobre la irracionalidad y se crece en la violencia, en este caso la verbal. Gracias a Dios la escalada no ha llegado a más por la intervención de algunos ciudadanos que han sabido parar la discusión. Yo lo he vivido como espectador, quizás con la incredulidad de lo que estaba viviendo, y la parálisis de quien no sabe cómo reaccionar en ese momento. Ahora lo escribo casi como pliego de descargo y para ser consciente de que los relatos tienen su correlato en la realidad y que cuando nos rozan es cuando comprendemos su existencia, su problemática y su peligro. 

He visto de primera mano uno de los grandes problemas de nuestra sociedad en un pequeño incidente que es la punta del iceberg del odio que entre unos y otros estamos creando ante el adversario. Pienso en las elecciones, en los gobernantes, en la deriva del pensamiento político y social, en las espirales de violencia que consentimos y a la que asistimos como espectadores cada día. Y pienso a la par en la autoridad de Jesús, en su manera de actuar, en la claridad de las ideas que muchos enarbolan como propias utilizándolas como dedo acusador, cuentas envenenadas o parapeto de ortodoxia. Y me doy cuenta de que formamos una familia porque “cumplimos la voluntad del Padre”, no por lazos de sangre, herencia o legado. Somos, como diría Teresa de Jesús, “amigos fuertes de Dios”. 

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