LA CONCIENCIA DE LOS DÍAS (II)

Veredicto

1

Anás vertía sobre Jesús todo lo que sabía de oídas revistiendo sus palabras de solemnidad y alzando la voz para hacerse escuchar. Le echó en cara su comportamiento en el Templo, las ideas peregrinas sobre el sábado, la gentuza con la que se solía acompañar…

Jesús escuchaba en silencio sus huecas palabras y cuando hizo una pausa le preguntó: “¿Por qué me interrogas a mí? Yo no he dicho nada a escondidas, interroga a los que me han escuchado”. 

La bofetada resonó en el Palacio del Sumo sacerdote mientras que Jesús volvió a preguntar: “¿Por qué me pegas?” ,

Anás, contrariado por las palabras de Jesús y satisfecho por la actuación del guardia, decidió mandarlo con Caifás no sin antes terminar su discurso con palabras hueras. 

2

A Caifás las ideas de la muerte le corrían por su mente. Sin embargo, no pudo llevar a cabo la detención por falta de autoridad. Miró a Jesús con desprecio y mandó llevarlo al Pretorio. Sabía muy bien que ya estaba firmada la sentencia de muerte. 

El vaivén de las idas y venidas de Jesús iba amargándose con el odio de las miradas a su paso. Un odio irracional fundamentado en comentarios y habladurías. Jesús aguantaba el envite con calma y tranquilidad, con la entereza de los inocentes. 

3

Pilato miró a Jesús intentando encontrar un resquicio de culpabilidad en su presencia. Habían mantenido un pulso con sus palabras en las que había descubierto la sinceridad y la inteligencia del supuesto reo. Le llamó la atención la entereza de aquel joven judío que se autoproclamaba como rey y valoró la libertad con las que pronunciaba sus palabras frente al impostado discurso de los dirigentes. Se le pasó por la mente declararlo inocente, pero en seguida se le vinieron a la mente las repercusiones políticas de su decisión. 

Pilato optó por el populismo y echó la carnaza al pueblo con sed de sangre. La suerte estaba echada. 

4

Veredicto: Culpable

Esquinas

Púrpura. Señalado. Culpable. Reo de muerte. Jesús aguantaba las bofetadas mientras escuchaba las imprecaciones de la gente. “Salve, Rey de los Judíos”, “Salve, Rey de los Judíos”. Detrás de la esquina apareció el soldado que portaba las espinas. Al posarlas en su frente sus lágrimas se tiñeron de rojo mientras su corazón descansaba en la calma de los confiados. Recordó las palabras de la cena de despedida, los gestos, las miradas y pensó en sus amigos. Entregar la vida hasta el extremo por amor en medio de la confusión de sus discípulos. A ellos les costará entender cómo Dios lleva su plan de comunicación a los hombres hasta el extremo. Y todo por amor. 

Madera. Cruz. Silencio. Esquinas. Sintió el peso de la cruz en sus hombros y a punto estuvo de caerse. Seguía escuchando los gritos mientras apenas vislumbraba los ojos perdidos de sus discípulos entre la gente. Después de revolverse entre las esquinas, enfiló el camino que lo llevaría al lugar de “La Calavera”. Cerró los ojos y comenzó a balbucear su nombre. Abba. Abba. Abba. Sus palabras le llevaron a la niñez, cuando sus primeras palabras embelesaban a José. Lo recordó con cariño y bendijo una vez más su fidelidad a su Padre. Sintió sus manos en el madero y, de repente, el peso se le volvió más liviano.

Caída. Cireneo. Madre. La subida al monte de la Calavera se hacía cada vez más pesada. Jesús se esforzaba por mantener derecho el madero que se apoyaba en su hombro cuando tropezó y cayó al suelo. El cielo mismo pareciera que se le hubiera caído encima. Fue entonces cuando distinguió la mano de aquel hombre que lo ayudó a levantarse mientras sostenía a duras penas el madero. Los soldados gritaban para que recuperara la cruz y Jesús le hizo un gesto a aquel hombre para que se la devolviera. Volvió a sentir el peso de la ignominia bajo sus hombros. Ya divisaba el final del camino cuando se encontró entre la gente a su madre. Cuando coincidieron sus miradas no hicieron falta las palabras. El rostro de Jesús se llenó de lágrimas que surcaban su rostro entre reflejos púrpuras. Miró al frente y cerro los ojos. Gólgota.

Gólgota

Cuando llegaron al Gólgota lo despojaron del manto púrpura y le rasgaron la túnica. Indefenso y desnudo, Jesús miró hacia sus adentros intentando apaciguar el bullicio que rondaba a su alrededor. Los soldados, como buitres, se repartían los despojos de sus vestiduras. Jesús los miró con tristeza mientras esperaba su definitiva estación. 

Parecía que el sufrimiento no podía escalar más niveles cuando los soldados traspasaron sus manos. Con los ojos hundidos en el abismo, Jesús vislumbró la luz en aquel cielo encapotado. Su cuerpo, desgastado por la subida, le pesaba aún más cuando los soldados levantaron el madero y sus manos sostuvieron gran parte de su peso. 

Las mismas manos que había utilizado para bendecir, para curar, para sanar heridas, para acariciar a los más débiles se rompían ahora, traspasadas por los clavos de la incomprensión y el egoísmo. Jesús sentía cómo el amor se derramaba hasta el extremo. 

Ya no tenía casi fuerzas para mirar a su alrededor a pesar de que la gente seguía gritando improperios contra él. A ambos lados otros dos hombres corrían su misma suerte. Mientras que uno sostenía la violencia que ejercían sobre él con el silencio, el otro gritaba cada vez más alto, maldiciendo lo que aún le restaba de vida. Jesús pensó en ellos mientras les regalaba con su mirada el paraíso. 

Estaban junto a la cruz. Intuía su presencia. Cruzó la mirada “con el discípulo que tanto quería” y casi como un susurro, le regaló la ternura de su madre. Puso los ojos en María mientras le obsequiaba a su vez con la presencia filial de Juan. 

Todo estaba cumplido. Jesús mezcló el vinagre con la angustia. Sus labios se cerraron. 

Todo esta cumplido. El amor se había derramado generosamente. 

Y después se hizo el silencio.  Mientras,  Jesús era acunado en el regazo de su Padre. 

Vacíos

En el vacío del silencio habitaban sus amigos aquella mañana. Aún resonaban las lágrimas de Pedro cuando vivió el amanecer del postrer día. Juan acompañaba en silencio a María recorriendo a la inversa las estaciones que Jesús había hecho. Santiago y Felipe escondían su vergüenza en una de las esquinas de Jerusalén. Bartolomé y Tomás lavaban las penas de la cobardía en un rincón. Simón y Judas se revolvían en la incertidumbre del futuro. 

Todos ellos estaban habitados por el más hondo silencio. Un silencio exterior que se rompía en pedazos en el maltrecho interior poblado de oscuridades y sombras. El desconcierto les impedía seguir la rutina de un mundo que había cambiado para siempre. 

Todos estaban abocados al vacío de la pérdida, al silencio más absoluto. Ahora solo quedaba esperar que la luz volviera a iluminar sus vidas. Confiaban, a ciegas, en la presencia amorosa de un Dios que nunca los había abandonado. En ello confiaban mientras el vacío seguía ocupando todas las estancias aquella mañana. 

La noche dichosa

En la noche dichosa, María cogió las manos de aquella mujer y le insufló el hálito de la esperanza. María Magdalena la miró incrédula y se abandonó al misterio sanador de los milagros. Al atardecer, las mujeres intuían la luz que abría los horizontes de la vida. Aunque todo estaba en calma se podía presentir la alegría de la revelación. Nada estaba perdido, el perfume volvería a derramarse generosamente. 

En secreto, que nadie me veía, escondí los restos del naufragio. O algo parecido pensó Pedro cuando de nuevo el sol se ponía sin el Maestro. La enorme desilusión de la negación de Jesús hizo mella en su propia imagen de hombre fiel. Había roto la confianza avergonzándose de aquel que había cambiado el rumbo de su vida. En aquella noche pensó que aún estaba todo por hacer, que tenía que anunciar el mensaje de Jesús. No sabía cómo. Se recostó y pensó que seguro que el nuevo día le daría unas cuantas razones para hacerlo. Y no se equivocaba. 

Ni yo miraba cosa, que no fuera el cielo buscando una respuesta a lo que había pasado. El sol se ponía como siempre, un día más, sin dar tregua a la duda que seguía quemándole el corazón. Pensaba que estaba viviendo una pesadilla de la que nunca despertaría. Con Jesús se habían evaporado los sueños y los horizontes, las esperanzas y los anhelos. Todo de una vez. Juan seguía embelesado en los colores ocres que pintaban el horizonte cuando se trasladó a los momentos de amistad que había vivido con el Maestro. Lo sintió cercano, como si de repente le estuviera hablando al oído. Sintió su presencia tan honda que le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, la clara sensación de que algo cambiaría al amanecer. 

Sin otra luz ni guía, Judas vagó por los arrabales de Jerusalén intentando enterrar la traición que ahora le nublaba el corazón. No podía quitarse de la cabeza la mirada de Jesús cuando un beso traicionero lo entregó a la muerte. Perdió la luz, abandonó a su guía, mientras se adentraba en los laberintos de la muerte. 

María pasó la jornada en silencio. Ya no le quedaban lágrimas que derramar. A pesar de todo estaba en silencio rumiando en su interior los acontecimientos e intentando fortalecer la esperanza. El sufrimiento de su hijo le partía el alma y le dedicó el silencio habitado de la confianza. El atardecer le hizo recordar la promesa de la presencia, la responsabilidad, el sosiego. “Para Dios no hay nada imposible” repitió quedamente mientras recogía los  pedazos de la tristeza. Así, se abandonó, sin más en el regazo de la misericordia mientras la llama luchaba por encenderse, sin otra luz sino la que en el corazón ardía.

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