Cuando estaba preparando mi Trabajo Final de Máster, aprendí de mi tutor (profesor y doctor en Informática) algo que no olvidaré nunca: la ciencia busca lo bello, lo verdadero y lo bueno del mundo y para el mundo. Y, desde entonces, estoy convencida que de que nada es necesario ni aporta nada si no cumple estas tres premisas: belleza, verdad y bondad. Y esto no vale solo para la ciencia.
En mi opinión, cada uno de los componentes de este “trío” son ingredientes que, uno a uno, conforman la perfección o, al menos, algo muy próximo a ella. Cada uno por separado es la pata que, si se la quitas a un taburete, deja de ser útil. Juntos es como si hicieran la jugada perfecta, como si cerraran el círculo.
¿Qué es la belleza si carece de verdad y bondad? Puro artificio, vacío, estética sin fondo ni contenido. ¿Y qué es la verdad sin belleza ni bondad? Un golpe en el estómago; un tortazo innecesario, que no ha sido pedido por nadie, y que no arregla nada. ¿Y qué es la bondad sin belleza ni verdad? Nada, simple palabrería; ese buenismo que tanto vende hoy pero que suena a cumplimiento, a quedar bien, a hueco.
Pero si encontramos presenteS las tres virtudes juntas, se puede pensar que se ha encontrado una especie de milagro. Quizás, algo mejor que un milagro: hemos encontrado aquello para lo que todos (nosotros, la naturaleza, el mundo en general) estamos llamados a alcanzar:
- la belleza como armonía, equilibrio, delicadeza, hermosura… Esa que cuando contemplamos nos sobrecoge y nos emociona. La que te hace soltar un suspiro que viene de lo profundo de puro agradecimiento, pura paz interior;
- la verdad como autenticidad, pureza, trasparencia. Como eso que te construye y construye. La lente que te ayuda a ver las cosas como son, que te libra de la falsedad, que te permite dar los pasos acertados en la vida;
- y la bondad como generosidad; virtud que tiende a la mejora del ser humano, de toda la humanidad, de todo lo que nos rodea. Es lo que tiene que mover toda voluntad para que cada acción sume y edifique. Y, dicen, que es lo que llevamos todos dentro cuando nacemos, antes de que el mundo nos asalte.
Así, cuando pienso en los grandes descubrimientos que ha hecho la ciencia, aquellas cuestiones que han sido objeto de su estudio, no puedo dejar de ver estos “tres imprescindibles” en todo: el interior del átomo, el funcionamiento del cuerpo humano, el movimiento de los astros y los planetas, el ciclo del agua, la ecuación de Schrödinger, la mecánica de fluidos…
Y Dios, por supuesto, Dios. Me cuesta mucho pensar en Él sin que contenga estas tres virtudes: Dios no puede ser feo (no me refiero a lo físico o simplemente estético); Dios no puede ser mentira; Dios no puede ser maldad. Si Dios es perfecto, por fuerza debe contener belleza, verdad y bondad. Y si no contiene una de estas, no es perfecto; y si no es perfecto, no puede ser Dios (ya de la existencia o no de Dios hablamos otro día).
Una curiosidad que puede ocurrir es que, en aquello en lo que nadie repara o no quiere mirar por el horror que despierta, se puede encontrar belleza, verdad y bondad. Si no, fíjate en la cruz y en el crucificado. Motivo de espanto, como he leído en algún sitio acerca de esa imagen. Y, sin embargo, ahí está todo lo bello, lo verdadero y lo bueno. Todo lo que merece la pena saber, aprender y vivir. Porque ahí lo que hay es amor del bueno.
Así que, como creyente y como profesora (y amante) de la ciencia, he aprendido que hay que estar pendiente de lo pequeño, de lo que puede pasar desapercibido, de lo que “siempre ha estado ahí” o “siempre ha sido así” (expresión que usamos mucho cuando no tenemos una explicación que dar), porque ahí pueden residir la belleza, la verdad y la bondad, y, en consecuencia, puede residir Dios. ¡Qué pena si nos lo perdemos!