Cada día somos todos un poco más «multitarea» y, en muchas ocasiones, nos vemos agobiados por exceso de trabajo y más al principio de curso (organizar la clase, coordinaciones verticales y horizontales, tutorías, evaluaciones iniciales, programaciones, situaciones de aprendizaje y sinfines innumerables). Por mucho que aprendamos a planificar nuestro tiempo para obtener mejores resultados y rentabilizar nuestro esfuerzo, siempre hay más.
Nuestra responsabilidad nos lleva a priorizar lo urgente, lo que tiene fecha de entrega y posee límite de tiempo, pero ¿dónde situamos lo importante? ¿Qué tiempo, dedicación, esfuerzo o entusiasmo le regalamos a lo que para nosotros es el centro de nuestro ser como profesores? ¿Dónde está el momento de acercarnos a los alumnos, entablar un diálogo distendido, cercano y sencillo? ¿ Qué espacio tenemos dentro del horario lectivo para acompañar procesos y alentar vidas? ¿Cuánto le dedicamos a preparar nuestras clases para que sean motivadoras, entusiasmantes y profundas? A veces, nos convertimos en gestores educativos más que en maestros y profesores que educan integralmente para la vida. Ya lo decía Dwight Howard Eisenhower: «Lo que es importante rara vez es urgente. Lo que es urgente, rara vez es importante». Lo urgente nos impide llegar a lo importante. Cuando se trata de niños, de jóvenes, de personas, ¡¡¡cuidado!!!, la estela de valores, destrezas, habilidades y de sentido que podemos dejar en la vida de un niño puede ser decisiva y esencial en su vida.
Permitirme que os narre un cuento:
Había una vez un leñador que se presentó a trabajar en una maderera. El sueldo era bueno y las condiciones de trabajo, mejores aún, así que el leñador se propuso hacer un buen papel. El primer día se presentó al capataz, que le dio un hacha y le asignó una zona del bosque. El hombre, entusiasmado, salió al bosque a talar. En un solo día cortó dieciocho árboles.
«Te felicito, sigue así «, dijo el capataz. Animado por estas palabras, el leñador se decidió a mejorar su propio trabajo al día siguiente. Así que esa noche se acostó temprano.A la mañana siguiente se levantó antes que nadie y se fue al bosque. A pesar de todo su empeño, no consiguió cortar más de quince árboles. «Debo de estar cansado», pensó. Y decidió acostarse con la puesta del sol. Al amanecer se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles. Sin embargo, ese día no llegó ni a la mitad. Al día siguiente fueron siete, luego cinco, y el último día estuvo toda la tarde tratando de talar su segundo árbol. Inquieto por lo que diría el capataz, el leñador fue a contarle lo que le estaba pasando y a jurarle y perjurarle que se estaba esforzando hasta los límites del desfallecimiento.
El capataz le preguntó: «¿Cuándo afilaste tu hacha por última vez?». «¿Afilar? No he tenido tiempo para afilar: he estado demasiado ocupado talando árboles«.
A veces una sola pregunta nos hace reflexionar sobre lo que estamos haciendo, cómo lo hacemos y hacia dónde vamos. Es habitual escuchar a tantos compañeros y compañeras de la docencia sentirse a estas alturas de curso académico «desbordados». Más aún cuando hay comunidades regionales dentro del territorio español que vamos a «caballo» entre las dos leyes educativas en vigor: LOMCE y la LOMLOE. ¡Qué lío y qué desgaste de energía, creatividad, alegría para contagiar, de innovación… ! ¡Los protocolos educativos nos «devoran»!
Nos puede pasar como al talador de árboles del cuento, podemos caer en la trampa de talar sin descanso, sin pararnos a pensar que es el hacha la que tenemos que afilar.
No podemos olvidar y perder del horizonte que lo más importante es «afilar», ser exquisitos en nuestros medios, centrar y priorizar nuestro tiempo y nuestra tarea en el niño o la niña que tenemos delante. Buscar el encuentro, acercarnos con la prudencia, sensibilidad y delicadeza como «el principito se acercaba al zorro» para que lo domesticara y crearan lazos. Hemos de buscar momentos, espacios de encuentro personal con cada uno de ellos, «crear lazos»: hacerles saber y sentir lo importantes que son para nosotros, lo que esperamos de ellos, el «efecto Pigmalión», conocer las capacidades que tienen, sus metas y sueños y verbalizarles lo mucho que vamos a disfrutar aprendiendo juntos en esta aventura que dura tan solo un curso. Desde ahí enseñarles a gestionar sus emociones, donde irá incrementando, apenas sin darse cuenta, su propia autoestima y seguridad personal. «No hay fuerza más poderosa en el Universo que tú cuando decides creer en ti mismo y, además, sabes de quién te has fiado, en quién tienes puesta tu fe? (2 Tim 1,12)».
En absoluto será tiempo perdido, será tiempo ganado porque se convertirá en «rampas de lanzamientos», regalarás alas a tus alumnos y alumnas y transformarás tu clase en un auténtico espacio de intercambio de valores humanos y cristianos: (respeto, libertad, compartir ideas, gustos, recursos escolares, ayudas de unos a otros, vivencias inolvidables). Será tierra sagrada, donde nadie se sienta extraño ni diferente; asumiendo toda la diversidad como riqueza y aprendizaje, abiertos a la novedad, a la innovación y al aprendizaje de manera natural.
Entonces sí, lo importante se impondrá a lo urgente y nuestras clases serán verdaderos acontecimientos.