Quienes, de pequeños, tuvimos la suerte de experimentar en clase de dibujo la teoría del color pintando un círculo cromático sobre un folio, para luego recortarlo y atravesarlo por el centro con un lápiz que girábamos con fuerza como una peonza, descubríamos que… ¡el círculo se volvía blanco! Era algo milagroso que nos dejaba sorprendidos hasta que la pieza dejaba de rotar y volvían a aparecer todos los colores. El efecto óptico se basa en algo físicamente demostrable, que el blanco es la suma de todos los colores (síntesis aditiva) o, si lo preferís, que la luz blanca se consigue con todos los colores de la luz.
Pues bien, nuestra religión es de colores y de luz.
Ahora que estamos en Cuaresma y se acerca la Semana Santa, muchos se empeñan en decolorar la religión, en apagar las luces y potenciar la penumbra. Es un tiempo triste que debe ser acompañado por oscuridad, el lamento, la penitencia y otros sinónimos que generan sentimientos grises. Y ni la Cuaresma es así, ni la Semana Santa se queda ahí.
Es cierto que la Cuaresma es un camino de conversión, y no es menos cierto que, para llegar a la Resurrección —a la luz—, hay que pasar por la cruz —la oscuridad—. Y que no se entiende lo uno sin lo otro. Pero, en muchas ocasiones, se bloquea o se omite el final; se prefiere el camino a la meta o se prioriza la muerte frente a la vida.
Porque nuestra religión es de colores, usamos en los tiempos litúrgicos desde el morado de Adviento o Cuaresma al rojo de Pentecostés, del verde ordinario al rosa del amor.
Porque nuestra religión es de colores, debemos mostrar a nuestros niños y jóvenes la gama completa, los que contrastan o los armónicos, los primarios y secundarios, las mezclas, los matices y las gamas, el brillo, la saturación y la luminosidad…
Y, precisamente porque nuestra religión es de colores, lo más importante es enseñar a colorear el mundo. Nuestros hijos e hijas deben aprender a ser «pintores del Evangelio» para acabar con el color sucio de las guerras, de las enfermedades, de los desastres naturales o de la pobreza.
Nuestra religión es de colores. Y la suma de todos ellos produce el blanco, el color de la luz, el color de la Resurrección.