En Física hay un principio básico: «la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma». Es un principio que se me quedó grabado en cuanto lo aprendí en mis primeros «contactos» con la Física y Química. No sé si fue porque el profesor lo repitió mucho o porque por su simplicidad se te agarra en la mente y no se te borra, pero pasan los años y es un principio que no olvido.
Desde el punto de vista de la ciencia, se define la energía como «la capacidad para hacer un trabajo o producir calor». Por otra parte, el trabajo es «la fuerza que se aplica sobre un cuerpo para desplazarlo de un punto a otro». Por tanto, la energía es lo que hace posible que «algo ocurra» . Como he leído en algún libro de ciencia: es la moneda de cambio para realizar el trabajo que «provoque» algo. Esta definición se nos hace muy comprensible para nuestro día a día. ¿Cuánta energía ponemos en las cosas que hacemos, en las relaciones que mantenemos? ¿Cuántas veces decimos «no tengo energía para esto» o «esto se ha llevado toda mi energía»? ¿O cómo nos sentimos cuando vamos «sobrados de energía»? Cuando nos sumergimos en lo cotidiano de nuestra vida, el término energía se nos hace muy familiar.
Sin embargo, hay muchas veces que uno puede sentir que ha hecho un esfuerzo muy grande para nada. Sí. Has puesto todo de ti para que un asunto tire adelante o que una relación funcione, y el resultado ha sido, no solo cero, sino negativo. Hemos perdido. Todo ha sido en vano. Decimos: «Tanta energía para nada». Y una sensación de frustración (acompañada de una expresión de desconcierto en la cara) nos invade.
Yo también me he dicho esto muchas veces. Y, en consecuencia, también me he sentido así. Pero hoy, reflexionando sobre el concepto de la energía, me ha invadido un consuelo, una especie de alivio muy grande que ha hecho que entienda que, en verdad, nada de lo que hacemos es para nada. ¿Y de dónde viene ese alivio?
En algunos artículos de ciencia he leído que en la actualidad tenemos la misma energía que cuando el universo comenzó en el Big Bang. Me gusta pensar en ello, en la idea de un universo que funciona como un enorme tanque aislado, que no para de transformarse en su interior, pero que no pierde ni un ápice de energía. Ninguna energía «movilizada» en su interior desaparecerá. Sea cual sea el uso que se le haya dado, y sea cual sea el resultado, siempre podremos volver a continuar porque la energía no desaparece. El universo seguirá poseyéndola para seguir transformándose en pos de un resultado o utilidad.
Todo esto me da calma, me serena y alimenta mi esperanza. Se nos irán personas, se nos escaparán oportunidades… pero una energía nos queda, aunque nos vivamos a nosotros mismos desinflados, vencidos, con pocas ganas de continuar. A pesar de los fracasos, de las rupturas o las pérdidas. La energía invertida en poner en marcha proyectos, en hacer despegar ilusiones o en querer a las personas no desaparece, ya que seguirá en nosotros transformada en aprendizaje, en recuerdo, en memoria, en una especie de llama que no se consume y que sigue ahí, aportando la energía para que, llegado el momento, volvamos a empezar, resucitemos a la vida.
Salvando muy mucho las distancias, la fe en la resurrección a la que nos invita Jesús con la suya propia alimenta las «pequeñas resurrecciones» que vivimos en el pequeño universo que cada uno constituye con su propia vida. O viceversa. No lo sé muy bien, pero igualmente es mensaje de esperanza. La energía se conserva, como se conserva el amor (no se ama para nada), como se conservan los frutos nacidos de una buena obra (por muy invisibles o desapercibidos que puedan pasar). Y creo que, de esto, sabemos mucho los cristianos.