Sobrevaloramos la mecánica del existir y ya lo decía la buena de Carmen Martín Gaite, que “lo raro es vivir”. Tanto que es un milagro en sí, que cada día nos levantemos y podamos mirar y agradecer el amanecer que se nos regala y todas las cosas que lleva aparejada la vida, incluyendo sus rutinas y sus dislates. Hace poco pude ver la última maravilla de Robert Zemeckis que ha pasado por la cartelera de pasada y que es una reflexión sobre la vida de una familia. Se llama Here, Está basada en la novela gráfica del mismo nombre de Richard McGuire. Es una reflexión sobre el vivir, el paso del tiempo, la búsqueda de la felicidad, y de cómo los distintos acontecimientos se suceden en el mismo salón de una casa.
El tiempo, el dolor y la pérdida son tres cicatrices que acompañar la tarea. Y duelen, tanto que a veces se nos quitan las ganas de enfrentarnos al despertar de la mañana. Mucha gente se queda en el camino porque las heridas no acaban de cerrar, porque siguen sangrando a pesar del tiempo. Me viene a la mente la película Manchester by the sea de Kenneth Lonergan donde el protagonista queda varado en el dolor de la pérdida accidental de sus hijos. La vida también se juega en el drama y la muerte, cada día, en muchos lugares, en muchos escenarios que no son ficción sino una realidad aplastante que duele.
La pasión y muerte de Jesús es una de esas grandes heridas que se cierran con la Resurrección. Sin el horizonte final de la vida difícilmente hubiera llegado hasta nosotros el testimonio de los discípulos. Pero afortunadamente, después del camino de la pasión y de la muerte, los discípulos volvieron a mirar la realidad desde otra perspectiva, encontraron un nuevo motivo para seguir viviendo, para seguir luchando. Porque la presencia de Jesús era nueva, como nueva sería su vida a partir de entonces. Y nosotros podríamos preguntarnos después de celebrar año tras año ese acontecimiento ¿Cómo será nuestra vida? ¿Cómo afrontamos de nuevo la Pascua?
El impasse de Semana santa vuelve a nuestras vidas en forma de descanso, de vacaciones, de encuentro con tradiciones o cultura, y a lo mejor va perdiendo en el tiempo el sentido profundo de descubrimiento, de desvelamiento, de empuje, como el que sintieron los discípulos cuando lo vivieron. En un mundo donde el turismo, la franquicia y la repetición pueblan nuestras ciudades es complicado encontrar un espacio para esa rotunda manifestación que es la Pascua. Nos conformamos con cambiar de dinámica para seguir después con la misma que habíamos dejado atrás.
Confieso que me gustaría poder afrontar esta nueva Pascua como ese acontecimiento fundante que lo cambia todo, que lo ilumina todo arrasándolo con el fuego de la presencia de Dios. Y quiero pensar que estos cincuenta días que tengo por delante no pasen como un tiempo más, sino que sean una verdadera revelación para la vida. Volver a recuperar ese impulso originario que llevó a los discípulos a emprender el camino de la Iglesia que compartimos hoy.