Los bailarines salen a escena en fila, miran al público y comienzan una rutina de movimientos sencillos, repetitivos, en apariencia anodinos. Solo se escuchan el roce de los pies descalzos sobre la lona del escenario. Aún no suena la música. El comienzo de este espectáculo de Gay Nader y María Campos llamado Natural order of things me hace pensar en la propia vida y en sus rutinas de repetición continua, como el baile de estos nueve bailarines fantásticos.
Sin embargo, como la propia vida, irrumpe en un momento la música y la complejidad, el aparente desorden. No sé bien si el título de la obra se refiere a este momento o al anterior. O quizás a los dos. Porque la vida como el baile se nutre de orden y caos. A ambos nos tenemos que acostumbrar. Y adaptarse, tanto a uno como a otro, siempre es complejo. Se necesita esfuerzo, confianza y persistencia. Cualquier camino transita por esos lugares, cualquier vida se mueve al vaivén de ese ritmo.
Tengo una especial admiración por la gente que se dedica al baile. Me parece una de las disciplinas más exigentes y a la par de las más bellas. Desde que vivo en Madrid he podido ver algunos espectáculos de danza contemporánea. Y el año pasado descubrí a la coreógrafa Sharon Eyal y sus espectáculos hipnóticos. Este año han venido a los teatros del Canal con la obra Into the Hairy. En el programa de mano apenas unos versos: Deep Into the Hairy… Dirty and gentle. Broken. Alone. Alone. Alone. Alone. Deeper. Stronger. Weaker. Sadder. More alone. Hole…
A veces la danza y el arte, como la vida, son misterio. Más veces de lo que pensamos. Creemos que todo es sencillo hasta que nos damos cuenta de lo complejo de la realidad. De lo intrincado en que puede convertirse un pequeño paso, una repetición, un logro. En la pieza, los bailarines de Sharon Eyal juegan con ese misterio llevándonos a mundos que solo presentimos, que en muchos casos no sabemos bien a dónde nos llevan.
Quizás, el arte y la belleza sean lo más parecido a la vida espiritual que conozco. Como metáfora y símbolo, el arte, en cualquiera de sus manifestaciones toca lo más profundo de nosotros mismos, nuestro lugar escondido y profundo, la misma presencia de Dios en el centro de la vida.
Bailar es a la vez lo más parecido a vivir. Porque el baile se rige por esas reglas de rutinas y de repeticiones, y a la vez por el caos del torrente narrativo de los creadores que imaginan y ponen en pie piezas arriesgadas y profundas. Como los bailarines de Gay Nader y María Campos que en algún momento se convierten en acróbatas que necesitan la pericia de los demás. Como en la vida necesitamos la ayuda y la compañía de los otros. A veces, como ellos, nos toca hacerlo solos, y lo que en una pieza es un espacio para el lucimiento, en la vida puede convertirse tanto en un logro como en un fracaso. Porque a diferencia de la escena, en la vida, no tenemos tiempo para ensayos porque la función se vive en tiempo real.
O quizás no. Por qué no pensar que la vida se convierta en un cúmulo de ensayos para llegar a otro lugar, para conquistar otro espacio. Un espacio mejor, distinto, diferente. Algunos lo llaman cielo; otros, Reino; los más arriesgados, vida eterna. Como diría el bueno de Juan de la Cruz, “a vida eterna sabe”. Y quizás el camino de la vida se cifre en eso, en el sabor de lo anhelado, el gusto de lo vivido.


