Hace unas semanas asistí al Teatro Valle Inclán para ver Los nuestros, la propuesta de Lucía Carballal que habla de la historia de una familia de origen sefardí que se reúne para hacer el duelo de la matriarca. La historia de la familia se expresa de manera visual a través de la propuesta escénica de Pablo Chaves, a modo de tótem o ristra de objetos que pertenecen a la tienda que regentaron los padres y de la que ahora se encarga la hija mayor, Reina, interpretada de manera magistral por Mona Martínez. La historia de toda familia es una ristra de acontecimientos, de momentos, de objetos, de realidades que se repiten de forma rutinaria, de manera sorpresiva, que van constituyendo una epifanía.
A veces la vida se enristra de manera orgánica y el propio devenir de los acontecimientos construye su relato de manera sutil, sin que apenas nos demos cuenta, pero con la certeza de que todo tiene un sentido, que todo está unido, que todo tiene un lugar, ocupa el lugar exacto.
Enristro la vida de esa familia imaginada por la dramaturga, con la historia que nos cuenta la directora Pilar Palomero en Los destellos a partir del relato de Eider Rodríguez, Un corazón demasiado grande (Radom House, 2019). Sin haber leído el relato me enfrento a la película y me deslumbra la maravilla que a través de lo sutil construye su directora. Captar lo ordinario es muy complicado. Y Pilar Palomero lo consigue, sin caer en la sensiblería, pero sin huir de la emoción de lo que pasa en ese frágil destello de las despedidas. La manera en cómo la hija va implicando a la madre en el cuidado del padre, la visita de los profesionales de paliativos, el constante desvanecimiento del enfermo, la manera en que se incorpora la nueva pareja en la situación. No es una película de palabras, es una cinta que se crece en la sencillez de los gestos. Y sabiendo que hay muchas buenas películas españolas este año, esta me ha llegado directa al corazón, de manera calmada, abriendo recuerdos, sirviendo de bálsamo para ausencias cercanas, para sentimientos espejos que resuenan aún en mi propia vida. Un destello, un regalo, una epifanía.
Forman un nuevo lugar en esta lazada las palabras de Carmen Martín Gaite a las que vuelvo en estos días para prepararme para ir a ver El cuarto de atrás en el Teatro de la Abadía interpretado por Emma Suárez. Y descubro a través de un vídeo que Martin Gaite no paraba de leer a Simone Weil, sobre todo su libro La gravedad y la gracia. Busco el libro en mi estantería y lo abro y hojeo sus primeras páginas: “Todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia”. Me lo quedo para que acompañe estos días de Cuaresma. La cadencia de sus palabras, a modo de aforismos a veces, en forma de pequeñas reflexiones, otras, me ayudan a orar y a dejarme llevar por el callado amor que se expresa a través de la gracia que se nos regala.
Dejarnos llevar por el callado amor que se expresa a través de la gracia que se nos regala
Esta semana, de paso por Barcelona, he tenido la oportunidad de volver a ver a un antiguo alumno que hacía más de diez años que no veía. Cuando me encuentro con él es como si me encontrara con aquel adolescente con quien compartí pupitres, risas y algún que otro llanto, mientras acababa a duras penas el Bachillerato. Sin embargo, la vida va proveyéndonos de lo necesario para madurar, para cambiar, para adaptarnos a las circunstancias. Ahora él tiene la edad que yo tenía cuando era su tutor. Se asombra del paso del tiempo, de esa mirada ajena al tiempo que pasa, al lugar que ocupamos en cada momento. Y a pesar de ello, nosotros seguimos viéndonos igual, la mirada transciende el paso del tiempo, y aunque seamos ya otras personas con experiencias y vivencias tan diferentes, nos sigue uniendo lo esencial. Él sigue llamándome “padre”, como siempre, mientras hablamos de la vida en el atasco para llegar al barrio de Gracia. Los amigos, los vínculos más duraderos se engarzan en ristra. Le doy gracias a Dios por estos encuentros, por estas personas que forman mi ristra particular. Esos, ellos saben quiénes son, están ahí, y estarán siempre. Porque es muy difícil desanudar una ristra si está unida desde el centro.
Los amigos, la familia, los vínculos más duraderos se engarzan en ristra


