Gran parte de lo que acabamos siendo depende de cómo nos miren. No me extraña que san Juan de la Cruz para describir la manera que tiene Dios de mirar diga que “el mirar de Dios es amar”. La mirada convertida en acción, la del amor que se regala con la vista y deja derramada en nosotros la hermosura de quien nos mira. 

Pero no todas las miradas son iguales. Muy distintas son las que tienen en vilo a Capi, el protagonista de la serie Invisible que está basada en el libro homónimo de Eloy Moreno y que se ha estrenado hace unas semanas en Disney +. A Capi no le gusta que lo miren, quiere desaparecer, hacerse invisible, para poder soportar todo el dolor que sufre por el acoso que infringen contra él algunos compañeros, con la anuencia de toda la clase y parte del profesorado. Por eso quiere desaparecer, quitarse de en medio, “no sufrir compañía”. 

Pero a la vez, y por contra, necesita ser amado, estar en el radar de alguien, sentirse mirado con cariño y con benevolencia, encontrar un lugar donde guarecerse. La profesora que se abre a su dolor le dice en un momento dado: “Yo sí te veo”. Y esa mirada, aunque no le vale aún para despertar, le ayuda al menos a soñar con un camino nuevo, un lugar donde guarecerse. El hecho de sentirse mirado con amor cambia las cosas, cambia la vida. 

La profesora de Literatura, interpretada por Aura Garrido, deja algunas frases que se me quedaron muy adentro, como la que dice refiriéndose al protocolo de investigación sobre el caso de acoso: “Nos centramos en los hechos y nos olvidamos de las personas”. Y con ella da en el clavo. Destapa la falla que tienen los engranajes de la mayoría de nuestras instituciones. Los protocolos oscurecen la necesaria cercanía, la empatía, el sentido común. Por casualidad me encuentro por la red un artículo de Amador Fernández-Savater, que incide sobre esta cuestión. Se llama La protocolización en la vida y en la escuela *.  En él describe cómo la grieta que provoca la falta de atención a lo humano es tan grande, que las personas se convierten en números, en piezas que mover de un lugar a otro, en soluciones a problemas de la institución, en estadística e indicadores. Y siguiendo esa dinámica nos olvidamos de sus sentimientos, del proceso personal, del momento en el que viven. Nos importan más los hechos que la mirada. Si perdemos la mirada sobre las personas estamos perdidos todos. Necesitamos mirarnos, hablarnos, comprendernos y querernos. Saltarnos esa barrera nos aboca a caer en la fosa de lo pragmático, de lo útil, del “sálvese quien pueda”. 

En estos “tiempos del cólera”, más que nunca, es fácil sucumbir a los protocolos. No solo en ámbitos educativos, sino en la vida diaria, en la cotidianeidad de los días. Por eso debemos tener cuidado de no caer en esa tentación, sobre todo los que trabajamos con personas y lo hacemos desde una institución que abandera la misericordia y el cuidado. Es fácil dejarse llevar por los vientos de la polarización, por los tuits airados, por las defensas estentóreas. Siempre hay que volver a la escuela del maestro, la escuela del cuidado, la escuela de Jesús.

Leo en estos primeros días de enero un pequeño librito del onubense Coradino Vega que se llama La vida tranquila. Me refugio en sus páginas del frío que se ha vuelto a posar en las calles de Madrid. Pienso en muchas de las vidas que aparecen en cada una de sus páginas y aspiro a tener esa mirada limpia de los bienaventurados para poder regalarla por doquier. 

Los verbos de la vida

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