En una sociedad marcada por la prisa y la inmediatez, el arte de detenerse, observar y explorar el ámbito de lo sagrado se convierte en un acto profundamente necesario. La educación tiene el desafío de cultivar en los estudiantes una sensibilidad que les permita descubrir la trascendencia en lo cotidiano, valorar los momentos significativos y, sobre todo, abrirse al encuentro: con uno mismo, con los demás y con Dios. Este proceso no es solo un aprendizaje intelectual, sino una experiencia vital que transforma la manera en la que habitamos el mundo.
En la Biblia encontramos una invitación constante a vivir con atención y a reconocer los momentos sagrados:
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo (Eclesiastés 3,1).
Esta enseñanza nos recuerda que el tiempo no es un recurso infinito y que cada momento merece ser vivido con plenitud, ya sea en el silencio del descanso o en la alegría de la celebración.
Educar para el encuentro significa también enseñar a valorar el diálogo y la conexión genuina con los demás. En un mundo donde la comunicación es cada vez más instantánea pero menos profunda, formar en la escucha activa, en el respeto mutuo y en la empatía es esencial. Jesús mismo nos dejó un ejemplo claro en su manera de relacionarse con las personas:
Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mateo 18,20).
El encuentro con el otro no es solo un acto humano, sino también un espacio sagrado donde lo divino se hace presente.
Esta educación para el encuentro y la sensibilidad espiritual no puede separarse del descanso y la celebración. Saber descansar implica mucho más que detener la actividad física; es un acto consciente que nos permite recargar el cuerpo y el espíritu. Por otro lado, saber celebrar no consiste únicamente en organizar una fiesta, sino en parar y reconocer los dones recibidos y compartir la alegría con los demás. Como expresa el Salmo 46,11:
Rendíos, reconoced que yo soy Dios.
El descanso y la celebración son, en última instancia, espacios de encuentro con lo divino.
La dimensión espiritual de la educación no es un añadido opcional, sino un eje central que atraviesa todas las áreas del aprendizaje. La espiritualidad en la educación no trata de enseñar religión, sino de enseñar con el alma (Palmer, 2007)[1]. Esto implica crear espacios donde los estudiantes puedan reflexionar sobre sus experiencias, conectar con sus valores más profundos y descubrir el sentido último de su vida.
Existen diversas prácticas que pueden ayudarnos a educar esta sensibilidad: dedicar momentos de silencio y reflexión, fomentar la gratitud diaria, valorar los ritos y tradiciones que enriquecen nuestra cultura, y enseñar a los estudiantes a descubrir la belleza en los pequeños detalles. Además, es fundamental acompañarlos en su búsqueda de sentido, respetando su individualidad y ofreciendo herramientas que les permitan abrirse al misterio de lo trascendente.
Educar para el encuentro significa, en definitiva, formar personas capaces de detenerse, mirar a su alrededor y reconocer que cada instante puede ser un espacio sagrado. Implica enseñarles a habitar el tiempo con conciencia, a valorar las relaciones humanas como un regalo y a descubrir que, detrás de cada experiencia, hay una invitación al encuentro con Dios.
[1] Palmer, P. (2007). The Courage to Teach: Exploring the Inner Landscape of a Teacher’s Life. Wiley: San Francisco.
Isabel Gómez Villalba
Docente e investigadora en la Universidad San Jorge. Centrada en la innovación educativa, investigo y diseño experiencias pedagógicas tanto para la integración y desarrollo de habilidades espirituales en el proceso de enseñanza-aprendizaje, como en el estudio y la implementación de proyectos de aprendizaje–servicio.