Casualmente me topé con una entrevista que le hacían al escritor Antonio Gala hace unas décadas. “¿Cuál es la lección que más le ha costado aprender?”, le preguntaban; “que la vida no es algo nuestro, sino que nosotros somos algo de la vida”. Ciertamente la cultura de la prisa y del rendimiento no nos ha enseñado a vivir. Más bien, la arrogancia humana nos ha conducido a buscar en el control y en la apropiación de la vida un extraño remedio a la enfermedad de sentirnos des-colocados en nuestro mundo.
Si aterrizamos esta reflexión en las organizaciones en las que trabajamos, convendría sacar todo el jugo posible a la morfología de los sistemas vivos aplicados a las organizaciones. En el campo educativo, sostiene Javier Tourón, “los sistemas educativos mejoran si lo hacen los profesores”. Más que un modo de organizar, partimos de una convicción, a saber, que cualquier sistema conformado por personas es un sistema vivo, que no avanza mediante fijación en estructuras rígidas y la normativización excesiva para controlar el comportamiento de la comunidad. Lo vivo es dinámico, en tanto que contiene una energía vital que da de sí.
En los sistemas vivos hay que crear las condiciones necesarias para que en ellos florezca su máximo potencial de relación, cooperación y servicio. Para ello hemos de activar al menos tres palancas que vivifiquen al sistema. En primer lugar, la mirada hacia las capacidades, que proporciona más eficiencia y menos dependencia. En segundo término, la generación de confianza, que permitirá más apertura y menos control; y, por último, la creación de espacios de corresponsabilidad que conducen a una mayor participación y disminuye con mucho la propensión a la queja.
Será importante incrementar el cuidado relacional para formar un nosotros inclusivo. El cuidado no nos invita tanto a mirar adelante hacia un futuro utópico que está al final de camino, cuanto a mirar a los lados con quienes hago camino. Que se lo pregunten a aquella profesora que, en un curso formativo, hace unos meses confesaba en público: “siento un agujero desde la pandemia”. El ensanchamiento de la dedicación educativa conduce a nuevos retos y también al reconocimiento de los propios límites personales e institucionales. No llegamos a todo, no sabemos responder a nuevas necesidades, no podemos con todo, no somos lo que éramos… todo ello conduce a un sentimiento de malestar profundo.
El presente tiene forma de agujero. Nos sabemos en un mundo que se acaba y otro que emerge a tientas. La imagen del agujero nos habla de extrañeza, oscuridad, caída, abismo… Si bien no está en nuestra mano muchas veces darnos cuenta de que alguien cae en el agujero, sí hemos de hacer lo indecible para ayudar a salir de él. Conformamos un sistema vivo. Somos corresponsables para salir juntos y mirando siempre al lado, solicitando la llegada de otros profesionales. Necesitamos que los informes de salud mental sobre alumnos y profesores reviertan en más recursos públicos.
En el precioso libro de Anna Llanas Vacío aprendimos que tantos agujeros existenciales no se tapan con falsas huidas hacia adelante, como si no pasara nada. Aceptar e integrar el agujero será caer en la cuenta de que la fragilidad nos reconcilia con lo más precioso de la propia vida y nos permite mirar a los lados para solicitar ayuda porque yo solo no puedo, no llego. La aceptación de ese vacío nos abre al agradecimiento por estar vivos en un sistema vivo donde nos necesitamos unos a otros para salir adelante.
En la morfología de los sistemas vivos al final del agujero está la red y no el vacío, el apoyo mutuo y no la soledad, la mano amiga y no el arrinconamiento. Para ello habremos de convertir ese agujero en una oportunidad para el silencio y la inmersión en nuestro mundo interior que nos permite compartir progresivamente con más y mejor holgura. Así es como el agujero puede irse haciendo más pequeño, en la medida en que salimos hacia fuera con otros, reconociéndonos tejedores de un tapiz de la vida hecho y rehecho de numerosas y frágiles hebras hermanadas. Así funcionan los sistemas vivos, así podremos reconocer nuestros agujeros. Y, si caemos, así podremos levantarnos no para volver a la normalidad, sino para co-crear normalidades alternativas.