Vivimos en un mundo al que le gusta marcar líneas. Líneas que ordenan, líneas que dividen, líneas que subrayan, líneas opuestas, líneas paralelas o líneas perpendiculares. Las líneas rojas o red flag, como dicen los de la Generación Z, se respetan según qué, quién y cómo. O sea, que no son un valor en sí mismas, sino que se mantienen dependiendo de muchos factores que no tienen que ver con consensos ni con acuerdos previos. Parece que hemos olvidado, desgraciadamente, la época de los consensos. Porque vemos continuamente cómo esas líneas se diluyen por el afán de poder, del dinero, de las influencias o simplemente por el pasatiempo de machacar al contrario. Se deja atrás el apretón de manos, la alianza o el “te doy mi palabra” y todo se diluyéndoos en el mundo líquido del «todo vale, mientras me valga a mí y a mis intereses» De esta manera, todo se vuelve cada vez más frágil, más inestable y a la postre, más injusto.
El presente afila el compás para ir marcando líneas al ritmo del capitalismo salvaje, de la economía que se mira a sí misma o de las políticas que prescinden de las personas. Olvidarse de los otros, no reconocerlos, no aceptarlos en su diversidad, hace que nos enmarañemos en esas otras líneas del odio al prójimo y al diferente. Y esas líneas siempre son más crueles con los vulnerables y los marginados. Ellos son los que normalmente las sufren, y todos somos culpables, de alguna manera de que cada vez proliferen más a nuestro alrededor.
El sábado pasado volvía del centro hasta mi casa en la línea 1 del Metro de Madrid. Doce paradas, desde Tribunal a Buenos Aires, que posibilitan la contemplación. La mística de los ojos abiertos. Las personas que compartimos el vagón vamos tan juntas que compartimos sin querer los intereses, las preocupaciones, nos reconocemos en nuestras caras de cansancio o resignación, deslizamos nuestras penas o manifestamos nuestras alegrías. La línea 1 es una de las más utilizadas en Madrid y casi siempre va abarrotada, sobre todo en horas punta de trabajo u ocio. Ayer, viendo la diversidad de personas de diferentes nacionalidades que compartíamos el viaje, pensaba que no hay mejor metáfora de nuestra sociedad. Toda una sociedad en un vagón de metro. Con sus luces y con sus sombras. Y me venía a la mente también que la aceptación de la diversidad y la diferencia tiene que ser un principio básico, la línea primera para el futuro en este mundo complejo en el que vivimos.
Comenzamos un año más a recorrer una línea casi desvanecida en nuestra sociedad. La línea del Adviento o los días previos a la Navidad para muchos. Y colgamos de este calendario el Black Friday como pistoletazo de salida, las luces espectáculo cada vez más estridentes e invadidas, las comidas de empresa interminables, los centros de las ciudades abarrotados de gente. Y esto ha venido para quedarse, más bien está aquí desde hace unos años. Y no es una buena noticia porque refleja un modelo consumista y profundamente desigual al que todos acabamos sucumbiendo. Es complicado vivir el Adviento sin cerrar la puerta a toda esta acumulación, a toda esta parafernalia de lo vacío, a la ceremonia de lo fatuo. Siempre nos quedará refugio en el silencio.
Quizás haya que soñar otras líneas, otros caminos. Es difícil creer en los milagros en estos tiempos del cólera. Es cada vez más complicado descubrir epifanías en medio de tanta exposición. Cada vez nos cuesta más recorrer el sendero que nos lleva hasta “el más profundo centro”. Quizás sea el momento de ponernos en otro lugar, de volver al principio, a lo esencial, a lo primigenio, al lugar al que nos encamina este tiempo lleno de incertidumbres. Descubrir, quizás, el adviento, como el lugar de las promesas, y allí vislumbrar al Dios que las sostiene. Al Dios que cumple con su palabra, que no rompe las líneas, sino que las respeta, las ensancha, las aviva. Al Dios, pequeño y pobre, que nace en los márgenes.