La semana pasada, el cardenal José Cobo, en una reunión con más de cien sacerdotes de dos vicarías de Madrid, desgranaba el periplo de Nicodemo y esa llamada que le hace Jesús a nacer de nuevo. Un viejo tema que siempre está de actualidad a sabiendas que el proceso que vamos haciendo en la vida es un continuo cambio, el de ir descubriendo paso a paso, qué quiere Dios de nosotros en cada momento. Hablaba el cardenal de los tres momentos de Nicodemo en el evangelio y llamaba la atención de una manera de hacer pastoral y de adecuarse a los nuevos tiempos a través de la vocación, la misión y el compromiso. Después, en los grupos de diálogo en los que comentamos la actitud con la que afrontábamos la realidad en estos momentos, me llamó la atención la expresión que utilizó un sacerdote nonagenario: «En mi vida he intentado siempre no estorbar». Y aunque me pareció al principio una actitud pasiva, descubrí que en el fondo escondía una lección de vida importante. No estorbar es servir de puente, abrirse siempre al futuro, no ponerse en medio de los cambios.
Resuena en mi cabeza esta idea, la del nacimiento y la que compartió el compañero, como un mantra en estos días tristes y desoladores en los que la Dana de Valencia ha anegado nuestras vidas. La de unos vecinos del cinturón de Valencia a los que de improviso les ha cambiado toda la vida, cuando no la han perdido, y las de todo un país que llora con ellos esa pérdida y comparte la impotencia de la situación. Y entre los miles de afirmaciones, noticias y tuits que puedo leer estos días, polarizados como la sociedad donde vivimos, me resuena esa idea de nacer de nuevo, de cambiar nuestras prioridades, de vivir de otra manera. Lo decía uno de los expertos convocados al especial de Informe Semanal: que esta situación tendría que ayudarnos a cambiar la manera de construir, la manera de enfrentarnos a las alarmas y la forma en la que tenemos que vivir en adelante, pero que eso no sería fácil, ni posible, si no poníamos de nuestra parte como individuos y como sociedad. Porque la llamada al cambio es escuchada por muy pocos.
Vuelven a mi sus palabras y me preocupa el cariz que están tomando los acontecimientos, sobre todo cuando se cambia de foco y se pone la atención en la confrontación y no en la unidad, cuando se utilizan palabras grandilocuentes para seguir construyendo muros. Cuando estorbamos, más que ayudar. De esa manera no cambiaremos nunca. Jamás construiremos algo mejor. ¡Ni más fuertes ni más unidos!, ya vivimos esa experiencia en la pandemia. Sin embargo, no quiero quedarme instalado en esa oscuridad sino albergar la esperanza de que se abra una grieta, un leve atisbo para el cambio, para la vida nueva, para una sociedad más justa y solidaria. que pase por el reconocimiento y el calor a las víctimas y a los familiares, por el compromiso de la ayuda en el tiempo, por el ideal de sentarnos a la mesa del diálogo.
Intercalo entre los especiales informativos de estos días que también se repiten como un mantra, y a veces estorban más que ayudan, la excelente serie de Javier Giner, Yo, adicto. En ella se habla también de nacer de nuevo, y el propio Giner se abre en canal para mostrarnos su propio proceso, los altibajos, los monstruos, las claridades de una vida que se convierte en ficción. Hay que tener mucha valentía para contar la propia historia y quedarse así de expuesto. La serie brilla gracias al guion del propio Giner y a un actor de la talla de Oriol Pla que construye un personaje desvalido, vulnerable que va haciéndose consciente de su proceso. En el camino aprende a decir que no lo sabe todo, que se pierde en muchos momentos, que no lo tiene todo claro. Y desde el descubrimiento de esa verdad comienza su cambio. Estoy convencido que es la conciencia de la pobreza, de lo pequeño, de la menesterosidad que todos llevamos a cuestas desde donde todos comenzamos a cambiar. Ese es un lugar sagrado. Y el camino es arduo y trabajoso, pero es el único camino que nos lleva a la salvación, aunque antes pase por la puerta estrecha del dolor y la verdad.