Isaac Newton, además de ser el primer científico nombrado caballero de Inglaterra por la reina, es, sobre todo, uno de los científicos más importantes de la historia. De hecho, en el mausoleo en el que está enterrado, ubicado en la abadía de Westminster, está escrito: «una fuerza mental casi divina».
Entre otras muchas cosas (matemático, alquimista, inventor del telescopio, filósofo…), Newton es el padre de la Física Clásica, descubridor de la gravedad (todos conocemos el capítulo de Isaac debajo de un árbol recibiendo un «manzanazo») y autor de las tres Leyes de la Mecánica Clásica, también llamadas Leyes de Newton. Con ellas Newton demostró que las leyes que gobiernan el movimiento de los cuerpos en la Tierra son las mismas que las que gobiernan el movimiento de los planetas. Gracias a estas leyes podemos entender y estudiar cómo se mueven los cuerpos, en la Tierra y fuera de ella. Recuerdo una escena de la película Apolo XIII en la que los astronautas, en ese desafortunado viaje a la Luna, deben apagar todos los motores y sistemas eléctricos para ahorrar energía. La nave queda suspendida en ese «vacío espacial», esperando a que la gravedad de la Luna pueda ayudarles en su vuelta a casa. Pues en ese justo momento, el personaje de Tom Hanks dice: «Señores, ahora estamos en manos de sir Isaac Newton».
Como decía, Newton escribió las tres leyes que rigen el movimiento de los cuerpos. Estas son:
- Primera ley o Ley de la Inercia.
- Segunda ley o Ley Fundamental de la Mecánica.
- Tercera ley o Principio de Acción y Reacción.
Me voy a quedar con esta última. El Principio de Acción y Reacción dice que (y cito textualmente) «a toda acción le corresponde una reacción igual, pero en sentido contrario, lo que quiere decir que las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en sentido opuesto». Vamos, que si ejerzo una fuerza sobre un cuerpo, este me devuelve la misma fuerza.
Esto, que parece muy de Perogrullo, no siempre lo percibimos en el plano físico. Lo vemos claramente en el caso de dos personas corriendo en la misma dirección pero en sentidos opuestos. Cuando chocan, uno ejerce una fuerza sobre el otro y, como consecuencia, vemos a ambas «rebotar» y moverse hacia atrás. En este caso se entiende (y se visualiza) muy bien esta tercera ley, pero hay otros ejemplos en los que nos cuesta un pelín más.
Imagina que voy patinando hacia un elefante y choco contra él. Tú estás mirándome a mí y al elefante. Suponiendo que el elefante sea manso y no se mueva ni me embista, yo saldré «disparada» hacia atrás. Pero, ¿y el elefante? ¿Por qué no ves que haga lo mismo? ¿Por qué no parece afectarle mi acción? Por su masa. Yo tengo menos masa que el elefante, con lo que el efecto de esa fuerza que se da en el choque es más visible en mí para ti que en el elefante. Pero ambos experimentamos el mismo impacto, y el principio de acción y reacción se cumple en los dos por igual. Nada en la naturaleza queda en desequilibrio.
Si llevamos esto a un plano menos físico, podríamos decir que este principio equivale a la ley del karma (lo que das, recibes) o a la ley del Talión (ojo por ojo y diente por diente). Nosotros también lo empleamos en nuestro hablar cotidiano: uno siembra lo que recoge. Ya lo decía san Pablo en la segunda carta a los Corintios: «El que siembra escasamente, escasamente cosechará; y el que siembra en abundancia, en abundancia cosechará».
Vemos muy claramente la proporcionalidad entre lo que hacemos y lo que recibimos, es decir: los buenos, al cielo, y los malos, al infierno. Pero, ¿qué hay del perdón de Dios?
En Dios la justicia cobra otra dimensión. Ese «donde las dan, las toman» es más propio de la lógica humana que de la de Dios, pues en ella actúa su infinita misericordia. Ahí se nos caen los esquemas. Se nos caen con la parábola del Hijo Pródigo, o con el perdón de Jesús al ladrón Dimas (que sí, que le llamamos «el buen ladrón», pero había sido ladrón toda su vida); o con el propio Pablo, que pasó de perseguidor a perseguido. Dios obra de una manera que poco tiene que ver con la acción-reacción. O sí tiene que ver, pero de manera más «desequilibrada»: por nuestra acción de arrepentirnos, Dios reacciona desproporcionadamente con amor y perdón. Se despliega su ser Padre de una manera que nos desborda. Ya lo dice Jesús: «Mirad las aves del cielo: no siembran ni cosechan ni almacenan en graneros; sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?».
Dios, en su infinita sabiduría, sabrá poner cada cosa en su sitio. Él tiene su propio «Principio de Acción y Reacción». Y su acción y reacción siempre siempre siempre van ligadas al amor. Esa es la única medida. ¿Cómo no corresponder a esto?