Heredamos una cultura capitalista que promete lo que no puede dar: riqueza expansiva que culmina en el delirio de lo ilimitado, donde parece que todo es posible. Y no hay peor engaño que el de creerse formar parte de una promesa irrealizable.

Marina Garcés ha estudiado con detenimiento la entraña antropológica de la promesa. Para la filósofa catalana hay promesa donde se dan cita la alianza y el compromiso; es decir, allí donde existe un vínculo amoroso y una presencia situada en el aquí y el ahora de la persona con la que uno se compromete. Prometo que te voy a cuidar. Quizá estamos ante uno de los pronunciamientos más importantes que puede expresar un ser humano.

Es la fuerza de la palabra dada que impone credibilidad por la vía de los hechos: “estoy contigo”, “dime qué necesitas”, “no puedo con todo, pero aquí me tienes”. Se puede prometer en medio de un futuro incierto. Porque la promesa no asegura un logro, sino que ampara una esperanza. En el compromiso con el otro se pone el afán por llevar adelante la promesa, que es mucho más que el cumplimiento de una norma. Cuando en una organización velamos para que un código ético sea efectivo, nos confabulamos en realizar en lo posible los valores que defendemos: que el respeto y el buen trato acampen en las aulas, que el perdón asome y la responsabilidad sea la respuesta personal y colectiva permanente en los desafíos cotidianos. Es la promesa de promover los valores éticos que entre todos proyectamos.

La promesa de cuidar lo es de desbordamiento en un cierto sentido. El cuidado desborda los límites establecidos de una disciplina, de un departamento de trabajo o de una función laboral. En tiempos donde los problemas y las necesidades en el ámbito educativo van más allá de lo académico, es preciso reflexionar sobre el alcance de los cuidados. Ciertamente el docente no es ni terapeuta, ni madre o padre adoptivo. Y, al mismo tiempo, ha de saber situarse como educador que educa en la persona toda, de manera integral. En muchos cursos formativos algunos docentes reivindican su papel como profesores. No se sienten cuidadores. Entienden que solo han de impartir una asignatura; lo demás queda fuera de lugar. Y, sin embargo, la educación nos coloca ante personas en proceso que no solo tienen una mente que llenar sino una vida por componer.

Albert Camus, tras recibir el premio Nobel de Literatura en 1957, escribió agradecido a su maestro de escuela en Argel. Sin aquel maestro el niño Camus -con todas las posibilidades de quedarse sumergido en la pobreza de su familia y en la exclusión social de su barrio- no habría llegado a desarrollar su más alta vocación como escritor y filósofo. Aquel maestro, el señor Germain, cuidó y se implicó con la suerte de Camus y de sus compañeros. El escritor francés reconoce que “en la clase del señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo”. Aquí se visualiza una promesa de cuidado que desborda los límites de la academia: sentirse digno de consideración es una de las necesidades vitales que se convierte en grito en las aulas, pasillos y patios de los centros escolares. Y por ser a veces grito inaudible, hay que prestar mayor atención.

Definitivamente, el señor Germain no era solo un profesor, era un educador que tenía frente a él realidades que no se pueden fragmentar, a sabiendas de que las capacidades del docente también son limitadas. Por eso, la promesa solo puede ser la realizable en el tiempo. En la promesa hay atrevimiento, dice Marina Garcés, pero no delirio. Atreverse es ir un poco más allá de lo establecido para confluir en el terreno de lo posible por explorar. Para ello, ha de tener en cuenta recursos, convicciones y valores fuertes, acompañado siempre por un intenso sentido de la modestia: “por mí que no quede”, al mismo tiempo que reconozco que no puedo con todo.

Para Paul Ricoeur el yo de la promesa no es quien afirma “soy así” con seguridad, sino quien acierta a decir en medio de mares de incertidumbre “aquí me tienes”. En la promesa hay un quedarse no como parálisis sino como dinamismo de encuentro con el otro, y de esa manera poder responder a las necesidades de cada momento.

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