En esta semana he tenido la suerte de disfrutar de un café con conversación con una amiga, Rufina. Es licenciada en Física y doctora en Didáctica de la Ciencia. Ella misma me comentaba que la Didáctica de la Ciencia podría parecer una asignatura de esas a las que, no solo no damos importancia, sino que además despreciamos (poniéndole el apelativo de “maría”). Si alguien nos dice que es doctor o doctora en Mecánica Cuántica, en Geomagnetismo o en Acústica de los metales pesados, nos quedaríamos con la boca abierta ante tanto despliegue de inteligencia. Pero ¿cuántas personas conocemos, muy sabias y eruditas, que, cuando les pides que te expliquen algo, no son capaces de hacerlo entendible?

Por esta razón, saber Didáctica de la Ciencia es absolutamente necesario. Como docente vocacionada que es, mi amiga me contaba que, para enseñar Ciencia, no solo hay que saber Ciencia, sino que hay que saber enseñarla. Bueno, supongo que esto pasa con todas las ramas del saber.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que tomé contacto con los números y su mundo. Ahora, mientras escribo, intento buscar ese momento en mi memoria y lo que me vienen son los conjuntos: conjunto abierto, conjunto cerrado… un rollo que no me gustó.

¿Cuándo empecé a comprender lo que simbolizan los números? ¿De qué manera pude traer todo el contenido científico del mundo desde lo abstracto a mi realidad? ¿Quién me enseñó a hacerlo? ¿En qué momento vi en todo ello algo más que una maraña de cuentas, fórmulas, gráficas y teorías que me tenía que aprender para el examen?

Para un maestro, hacerse entender es sumamente importante. De nada sirve dar una clase magistral si quienes te escuchan sienten que hablas en otro idioma. Al final te quedas tú solo, disfrutando de cuánto sabes y lo bien que va la clase, la cual termina convirtiéndose en una fiesta en la que solo disfrutas tú.

Yo descubrí el poder del relato para enseñar Ciencia. Hablar “a bocajarro” en Bachillerato del principio de superposición cuántica y del experimento del gato de Schrödinger, siempre metido en la caja mientras se sortea su final, puede ser abrumador e inabarcable para esas edades. Pero contarles que esa superposición tiene mucho que ver con cuando te enamoras, ayuda. Cuando te gusta alguien, analizas al milímetro sus gestos, y en tu cabeza pueden caber las dos opciones simultáneamente: que le gustas o que no le gustas. Y las dos son posibles. ¿Cuándo sabes la correcta? Cuando le preguntas, esto es, cuando abres la caja. Ahí vemos si el gato está muerto o no, si hay romance o a otra cosa, mariposa.

Hablarles a chicos de 15 o 16 años del concepto químico de “mol” cuando toda la vida han trabajado con masas y unidades como el kilogramo, es como provocar en ellos una explosión en sus cabezas. Pero cuando les dices que piensen en el concepto de mol como en el de la docena, empezarán a comprender que un mol de hidrógeno no tiene la misma masa que un mol de oxígeno, al igual que una docena de huevos no tiene la misma masa que una docena de sillas.

Y como esto, suma y sigue. Busqué en la cotidianeidad los relatos que necesitaba para ayudar a comprender lo que nos parece imposible de captar, porque rozan lo abstracto y no son perceptibles por los sentidos. Se llega a la idea a través de un cuento, de la misma manera que llegamos a comprender a través del cuento de Caperucita Roja que es peligroso hablar con extraños.

Con la religión pasa igual. Necesitamos el relato. ¿Por qué? Porque conforme vas creciendo y te vas haciendo preguntas cada vez más enjundiosas, te das cuenta de que no quieres creer por creer, ni que tu fe se reduzca a meros rituales con los que esperas estar “dentro de algo” pero que, en realidad, cada vez te alejan más de eso que estás buscando. Quieres creer con sentido y, como decía san Pedro, «estén siempre listos para responder a todo el que les pida razón de la esperanza que hay en ustedes».

Ahí los relatos cobran sentido. Son la manera de preguntarnos, de indagar, de plantearnos quiénes somos, para qué estamos aquí, quién es Dios, qué pinta en nuestras vidas. Y la manera de ir desgranando poco a poco las respuestas.

¿Qué hace el relato de la Creación sino tratar de responder a ese deseo de saber de dónde viene todo esto que nos rodea y a lo que pertenecemos?

¿Qué hace el relato de Caín y Abel sino ver cómo puede el ser humano llegar a lo peor, y hacerlo por una simple elección: la de manejar bien o manejar mal las emociones?

¿Qué hace el relato de Noé sino es el hecho de que por un solo hombre bueno Dios es capaz de dar una nueva oportunidad al mundo?

¿Qué hace el relato de Rut sino es demostrar que el amor y la fidelidad puede venir de quien menos te lo esperas, en este caso, de una extranjera ajena a la cultura judía?

¿Qué hace Jesús sino hablar del Reino de Dios a través de parábolas?

Los relatos nos ayudan a conectar nuestra humanidad tan limitada con el deseo de trascender para así poder hacernos una idea de lo que ocurre de verdad, de encontrar respuestas, de oír por dónde aletea el Espíritu.

Y en ellos, desde ellos, si prestamos atención, como cuando prestábamos atención a los cuentos que nuestros padres y abuelos nos contaban por la noche, a la luz de la lamparita, entre susurros y con nuestras caritas expectantes, desde los relatos bíblicos, podemos escuchar suavemente la voz de Dios.