El final del siglo XX y el comienzo del siglo XXI alumbró una nueva generación que habita en nuestros centros educativos y navega enredada en los mundos virtuales y en las redes sociales. Es la generación Z, caracterizada por haber nacido en la era digital y, por tanto, transita en ella con una soltura y fluidez que se contraponen a las férreas condiciones de vida en la que habita.

Hace pocas semanas escuchaba a una joven socióloga que hablaba de la generación a la que ella misma pertenece: “somos la generación nacida entre sucesivas crisis”, de manera que la palabra crisis está de algún modo tatuada en sus vidas. Y, de paso, asoma por todos los resquicios posibles otra palabra que acompaña a esta generación: incertidumbre, o lo que es lo mismo, la seguridad de no saber si hay algo a lo que agarrarse y en lo cual confiar.

Esta misma socióloga dejó en el aire datos realmente preocupantes:

  • 1 de 4 jóvenes padece soledad no deseada. El confinamiento y la pandemia han construido una generación hiperconectada, pero profundamente desvinculada y con escasas capacidades para relacionarse desde el encuentro interpersonal. Quien ha vivido en la reclusión forzosa durante una época muy importante de su corta vida, se topa con la prolongación de una soledad difícil de gestionar y con la que no cabe una fácil reconciliación. El despliegue que se consigue en las redes a golpe de clic no sustituye el repliegue voluntario sobre sí mismo, donde caben hallazgos útiles y necesarios para la construcción de la propia personalidad.
  • El 82% de estos jóvenes sufre en algún momento ecoansiedad. Han crecido con la conciencia cierta de que el impacto de la especie humana sobre nuestro planeta es implacable y de consecuencias probablemente irreversibles en unas pocas décadas, si nos abandonamos hacia un progreso económico que no atiende a límite alguno. ¿Quién deberá tomar decisiones drásticas sobre consumo, modos de transporte, decrecimiento económico y cuestiones similares cuando llegue ese tiempo? En efecto, quienes actualmente se angustian con todo ello, y con razón.
  • El 75% de los españoles piensa que esta generación vivirá peor que la de sus padres. De la aspiración a alquilar o comprar un piso, esta generación pasa a la lucha por encontrar una habitación en un piso compartido. Más y mejor preparados, más y peor tratados. La ley no escrita de que los hijos han de disfrutar de una mejor vida que la de sus padres se quiebra miremos por donde miremos.

Así las cosas, nos encontramos con un último dato escalofriante: el suicidio es la primera causa de muerte no natural en esta generación. No es difícil comprender este horror. En todo caso, este revoltijo de datos han de hacernos reflexionar acerca del tipo de mundo que estamos entregando a las siguientes generaciones. Y de cómo hemos de habitar esta casa común, que es de todos y no es propiedad de nadie.

Esta generación Z lo tiene difícil. Camina en medio de un ruido constante que enmascara no poco sufrimiento. A la sensación de abandono deberíamos responder con un “aquí estoy para ti” que nace de la conmoción, pero que no se queda en el fatuo emotivismo. Hay una orientación que nace del diseño fabricado y una orientación vital que emerge del encuentro cargado de humanidad. Y no hay mejor cuidado que aquel que se nutre del vínculo capaz de humanizar la vida y de hacerla digna de ser vivida.

Una de las respuestas necesarias que deberíamos poner en marcha con estos jóvenes es la pedagogía del vínculo, más allá de las conexiones virtuales que ya ejercen con maestría. Sería deseable poder compartir cómo nos ayuda visualizar el vínculo con nosotros mismos, que nos hace capaces de conocernos y reconocernos identificando sentimientos, gestionando emociones o deteniéndonos ante nuestros propios límites. Saludando siempre, despidiendo, a veces, avanzando paso a paso. Quizá deberíamos advertir que el vínculo saludable con uno mismo se abre a una soledad habitable que conduce a estar disponible uno para sí mismo, y esa será la señal para mejor vincularnos con los demás.

Muchos de estos jóvenes buscan refugios a los que engancharse ante un mundo profundamente inhóspito. La tarea de los adultos será abrir espacios de encuentro intergeneracional donde juntos no dimitamos de la vida y la hagamos sostenible.

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