Siento predilección por las películas de ciencia-ficción. No me refiero a las que se quedan en unos espectaculares efectos especiales, sino a las que, además de dichos efectos, tienen un profundo mensaje que decirnos. 

Contact, Interstellar, Ad Astra, The Martian, Apolo XIII, Planeta Rojo, Gravity… incluso Alien, el octavo pasajero. Me gustan mucho porque trascienden la ficción. Más allá de la fantasía acerca de un futuro incierto, que en la mayoría de las veces suele ser tendente a la catástrofe que nosotros mismos hemos provocado, hay en sus historias un nexo entre ciencia y espiritualidad: el deseo de salvar a la humanidad, la supervivencia, la humana curiosidad por adentrarse en lo desconocido, nuestra vulnerabilidad y pequeñez, la búsqueda de sentido, si estamos solos o no, cuáles son las fuerzas que nos mueven (más allá de la fuerza de gravedad), el descubrimiento de que solo trabajando en equipo podemos salvar y salvarnos, el temor a lo desconocido… A veces, hasta el planteamiento de si existe verdaderamente un Dios que ayude a responder todo aquello que la ciencia no puede, por muy lejos que esta última nos haya llevado.

Este tipo de películas cada vez me confirman más en la idea de que, cuanto más profundizamos en el conocimiento científico, más preguntas que respuestas nos surgen, y cómo esas nuevas pueden llevarnos a la apertura hacia Algo o Alguien que nos desborda y nos llama a través de, precisamente, la ciencia. Así de paradójico y contradictorio.

A veces he hablado en clase a mis alumnos del misterio que es la vida en la Tierra. Tras ese Big Bang que lleva a la expansión del universo, al inicial calentamiento y posterior enfriamiento, a la formación de estrellas, planetas y demás astros… de repente, se origina un planeta en una galaxia concreta (la Vía Láctea), dentro de un sistema de planetas, algunos con sus propios satélites (el Sistema Solar), que giran alrededor de una estrella (el Sol). Y de todos ellos, un bonito planeta azul por la presencia de agua (el líquido de la vida); a una distancia adecuada del Sol tal que ni nos achicharremos (como ocurriría en Mercurio) ni nos muramos de frío (como sería Saturno, por ejemplo); con una atmósfera respirable rica en oxígeno y nitrógeno; con suficiente carbono para que la vida empezara a darse… Ahí aparecemos nosotros, tras un largo proceso evolutivo. Un planeta entre tantos donde la vida que conocemos se hizo posible. Como diría Carl Sagan: un pequeño punto azul donde confluyen todas nuestras alegrías y tristezas, nuestras ambiciones, nuestra creatividad, nuestras relaciones, nuestras guerras y también nuestra búsqueda de bondad, belleza y verdad. 

¿Una «preciosa casualidad»? ¿El conjunto de una serie de factores muy oportunos? (Esa expresión de “se alinearon los astros” nos viene ahora como anillo al dedo). ¿Un misterio? ¿Una suerte? ¿Unas leyes científicas que funcionaron muy a nuestro favor? ¿La voluntad y generosidad de un “Ser superior”? 

En estas preguntas andamos muchos, algunos con respuestas más o menos claras. O, al menos, con intuiciones, que ya es algo. Pero lo bueno es hacernos preguntas, porque significa que la historia aún no está acabada, que estamos caminando un extraño sendero en el que cada vez hemos llegado más lejos y del que sospechamos que nos llevará todavía más allá, a quién sabe dónde y hacia quién o qué. Un sendero que sí que tuvo un principio pero que, ¿tiene un final? ¿Qué final? Y en este arte de hacernos preguntas nos movemos, entre la ciencia y la religión, entre la ciencia y la fe. Nunca dejaré de estar convencida de que ambos campos se unen ahí, en ese “no saber” que busca respuestas incesantemente sobre por qué estamos aquí, para qué, con qué finalidad… En definitiva, y como antes he dicho, qué sentido tiene todo esto.

Un día me preguntaron en una entrevista si yo creía en la existencia de vida en otro planeta.  Contesté que sí. ¿Qué tipo de vida? No sé. Vida puede ser un pequeño microorganismo, así que no descarto para nada la vida. La cuestión es: ¿qué entendemos por vida cuando nos preguntamos por la posibilidad de su existencia fuera de nuestro planeta? Y si es vida inteligente, ¿estaremos destinados algún día a encontrarnos y a compartir nuestras historias?

Concluyo confesándoles que, en mi caso, sí creo que la vida es un milagro, tal y como se entiende lo que es un milagro. Que sí, que hay una explicación de cómo fue posible y cómo ha ido evolucionando todo. Que confío en la ciencia, la admiro profundamente por toda su capacidad de descifrarnos el mundo (de hecho, estudié una carrera de ciencias) y lo que aún nos tiene que enseñar. Pero, más allá de las explicaciones lógicas, no dejo de ver el milagro, ese hecho no del todo explicable, que me abre a la fe en Alguien que nos dice que no existe la soledad en este inmenso universo tan desconocido y desconcertante. Un Misterio que nos dice que no estamos solos, porque nos tenemos los unos a los otros, y porque le tenemos a Él. Y ese milagro comienza con la existencia de un sitio adecuado para que se dé la vida, la vida que somos, la vida humana. Con sus luces y sus sombras. Sus hazañas y fracasos. Sus logros y sus pérdidas. Sus alegrías y sus penas. Sus miedos y sus certezas.

Y nosotros aquí, en nuestras batallas y luchas de poder, desconfiando los unos de los otros, en una carrera en la que vamos dejando a muchos atrás, a su suerte… sin darnos cuenta de lo valiosos que somos, del potencial que tenemos, de que ninguno hemos pedido vivir y, sin embargo, se nos dio esta bendita oportunidad. Se nos ha olvidado todo este milagro. Qué pena.