LA CONCIENCIA DE LOS DÍAS (I)

A Teresa de Jesús le gustaba ponerse en la piel del otro, tocar el interior del corazón de quien estaba a su lado. De la misma manera imaginaba ser una de las protagonistas de la Historia Sagrada, transportándose al mismo espacio y tiempo en el que vivió Jesús. 

Narrar es una manera de contar la vida, de contarnos a nosotros mismos. Ponerle palabras al Misterio es una osadía, espero que sepáis perdonar mi torpeza a la hora de hilvanar estas palabras y que os sirvan para la profundización y bálsamo en estos días de luces y de sombras, en esta Semana Santa de 2024.

  • La fotografía de la entrada se llama Última cena con las grandes maestras de la artista Diana Larrea. Fotografiada en ARCO 2024.

Vísperas

La vida se resuelve normalmente en las vísperas. Y Jesús lo sabía aquel día en el que los discípulos se dedicaban a prepararlo todo para celebrar la cena de despedida mientras que él aprovechaba para calmar su incertidumbre.

Aunque imaginaba en su mente el posible desarrollo de los acontecimientos sabía que era el momento de mantener la calma y prender la llama de la confianza. Una confianza que se fundamentaba en el amor del Padre que seguía estando presente más allá de cualquier oscuridad. 

Hacía un día soleado y Jesús se dejó inundar por la luz que inundaba la estancia mientras recordaba, de forma clara, los acontecimientos que había vivido en los últimos años. Las palabras y los encuentros, las curaciones y los milagros, la fe de la gente sencilla y los laberintos de los poderosos, la entrega de los marginados y la luz de los ojos de los pobres. A todos quiso abrirles un horizonte de plenitud con su vida, a todos quiso invitarlos a la mesa, a todos les regaló la posibilidad de nacer de nuevo. Sin embargo, en muchas ocasiones sus palabras y sus hechos naufragaron en el mar de la incomprensión. 

Y entonces, se abandonó a la luz mientras los resortes de la confianza iban curando poco a poco las heridas de las pérdidas. 

Aquellas pequeñas cosas

Jesús recorrió aquella mañana con olor a despedida, las calles bulliciosas de la ciudad. Despedirse era a la vez doloroso e inevitable. Lo haría esta noche compartiendo la mesa con aquellos que le acompañaron. Estarían todos, los más fieles y aquel que lo iba a traicionar. Él lo sabía. Tenía que ser así. Todos estaban invitados a la mesa. 

Apartó de su mente lo que aún tenía que vivir, tomó aire y se fijó en las pequeñas cosas que ocurrían a su alrededor. La vida no se para, pensó. La gente seguía compartiendo sus anhelos, verbalizaban sus esperanzas, ocultaban sus miedos y sonreían las ocurrencias de los amigos. Pareciera que todo ocupaba su lugar mientras en su interior una ráfaga de despedida entristecía su alma. 

Entonces se le vinieron a su mente las pequeñas cosas que había ido acumulando a lo largo de su vida. El rostro de sus padres cuando lo encontraron en el Templo, la mirada de aquellos pescadores, la sorpresa de Nicodemo, la tristeza de aquella mujer samaritana, los pasos de retirada de los ancianos, las comidas con sus amigos, la desesperación de los discípulos, la confianza de su madre.

Todo fue sucediéndose despacio mientras se dirigía a la casa. Todo empezaba a ocupar su lugar. Como si de un puzle se tratara, las piezas fueron ocupando su lugar. Jesús miró al cielo buscando la respuesta. Y entonces dijo: “Hágase”.   

La mesa está servida

María se afanaba en terminar todos los preparativos para la cena. Recorriendo, de un lado a otro de la sala, se preocupó de que todo estuviera a punto. Junto a los discípulos, como si de un ritual se tratara, fue repartiendo el pan, las escudillas de barro, los cubiertos y el vino para cada comensal. 

Todo estaba preparado para que comenzara la fiesta. Jesús llegó sonriente, como buen anfitrión, saludando a sus amigos. Los discípulos hablaban de cosas nimias aún sabiendo la importancia de aquella noche. Mientras se apaciguaba el momento inicial de encuentro entre los comensales, María miraba a su hijo con ojos cómplices. El seguía en lo suyo, y ella, desde una esquina, seguía guardando sus pensamientos en lo más profundo de su corazón. 

***

Y se partió el pan. La base, el sustento, la abundancia por naturaleza, simbolizada en tres letras. Pan. Se partió el pan a la vez que las dudas, pero se impuso la Palabra. “Este es mi cuerpo”. El gesto, sencillo en sí, rompía todas la ley de los símbolos y se convertía en presencia. 

Después, Jesús miró a su madre y, entonces, los resortes del encuentro fueron derramándose a la par que se llenaban las copas de vino. Bebieron al unísono mientras que Jesús acompañaba los sorbos con palabras de conmemoración. 

***

Los discípulos se miraban entre ellos. Lo miraban a él. Como en cámara lenta, uno de los doce mojó el pan en su escudilla mientras Jesús demudó su rostro a la par que Judas besaba su mejilla. María reconoció el gesto desde el fondo de la sala y no pudo evitar abrirle las puertas a las lágrimas. 

Sus lágrimas se juntaron con el agua que rebosaba en el lebrillo que Jesús acababa de llenar. Pedro se excusa. Jesús lo mira a los ojos y Pedro lo comprende todo. Sus pies notan el frío del agua mientras Jesús besa sus plantas. Pedro llora amargamente por primera vez. Aún queda mucho para que amanezca. Jesús sigue uno a uno ungiendo con su beso a los amigos. Mira a su madre con cariño mientras la ternura de María disuelve sus dudas. 

La aciaga noche

Cae la noche en Getsemaní. Jesús conversa con los discípulos. Comparten palabras cómplices en medio de la oscuridad. El cansancio unido a la intensidad de lo vivido en la cena va haciendo mella en ellos. Él se da cuenta. Uno tras otro buscan refugio en los olivos que pueblan el espacio del huerto. Y, al final, Jesús, se queda solo. 

En la soledad de la noche Jesús se enfrenta a los fantasmas de la incertidumbre de los últimos días. Piensa en el Padre y recupera la calma. Comienza a pasearse entre los árboles mientras sus discípulos duermen el sueño de los inconscientes. No lo tiene él . Al contrario, aprovecha para pasar al lado de cada uno de ellos, recordar su historia, bendecir sus vidas y sellar su sueño. 

Se para en Pedro y sonríe. ¡Ay, Pedro, Pedro! Y descubre en él la fragilidad de los audaces. Adelanta en la mente los acontecimientos rozándole con sus manos la cabeza.  

Los segundos, los minutos y las horas se suceden mientras que Jesús se agarra a la confianza de su Padre. Lucha con los pensamientos de fracaso y aparca la ira en sus bolsillos. Musita una oración de entrega a la par que comienza a llorar amargamente. Es consciente de la oscuridad y a la vez quiere escapar de ella. Sin embargo, la luz no aparece sin mediación de la noche. «¡Abba, Padre!», grita. Su voz resuena en el silencio de la noche sin despertar a los durmientes. 

Se vislumbra un rayo de sol en el horizonte y entonces escucha los pasos. Los discípulos se levantan del sueño. Todo sucede muy rápido. En su mejilla se derrama un beso. Jesús lo mira con amor. Judas vuelve su rostro. 

“Soy yo”, dice Jesús. Hay un amago de reacción entre los discípulos que se apaga con la mirada de Jesús. Le invitan a que los acompañe. Él los sigue mientras los discípulos se pierden en la mirada del Maestro. Ahora comienza la noche para ellos. 

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