“No ha muerto, se ha suicidado y la universidad ha continuado las clases como si nada, haciendo que los alumnos entren por la puerta de atrás.” Esto escribe Ana, una estudiante de la Universidad Complutense de Madrid. Su compañera de clase se ha arrojado a las nueve de la mañana por la ventana de la décima planta del edificio de Geografía e Historia de la Complutense. Terrible.

Terrible la decisión de las autoridades de no suspender las clases, y quizá tenga su justificación; no lo sé. Pero el sentir de los estudiantes es otro: “parece ser que la universidad ha fingido que no ha ocurrido nada y ha seguido con las clases. Hablar de suicidio cuando ocurre también es necesario para reducir el estigma y el tabú”, escribe María. Porque el grado de fingimiento fue tal que en la nota oficial de la Universidad se habla de “fallecimiento” y no de suicidio. Y eso ha molestado aún más a los estudiantes, que van más allá. Lidia escribe en sus redes: “no podemos seguir permitiendo que las clases sigan como si no hubiese pasado nada. Es una falta de respeto, no solo hacia la afectada, sino hacia la salud mental”. Los estudiantes se sienten concernidos por una salud mental en precario.

Terrible el silencio impuesto o autoimpuesto que se esconde tras esta nueva decisión de arrojarse a la muerte. Este acontecimiento abre la puerta a preguntas de hondo calado y cuestiona el modo de vida de tantos jóvenes que se encuentran habitando en un mundo extraño y, sobre todo, hostil, por la inmensa carga de soledad en la que viven en medio de tanto ruido. Álvaro reconoce: “como comunidad educativa y como sociedad habitamos un entorno hiperconectado gracias a las redes. Sin embargo, a menudo vivimos sordos, ciegos y mudos ante el drama silencioso que atraviesa la persona con la que compartimos pupitre, aula o despacho. Más que buscar culpables apresuradamente, quizá es momento de dejarnos interpelar con profundidad por este problema crónico de nuestros días: la salud mental”.

Terrible el poco caso que se hace a una salud mental necesitada de recursos, medios y voluntad política. De nuevo la salud mental, que pasa por poder hablar de estas cosas sin caretas y con cuidado para no herirnos. No es momento de juzgar, sino de sacar hacia fuera todos los demonios que llevamos dentro; y es que en el caso de tantos jóvenes, esos monstruos están cerrados bajo llave tras los tiempos de pandemia: confinamiento no digerido, tiempos sobre los que se pasa con la prisa del que no sabe a dónde va, pero sobrevive disimulando. La maquinaria instrumental sigue engullendo a las personas y no las deja vivir. Quizá el alarmante aumento de suicidios entre adolescentes y jóvenes nos está señalando la dirección equivocada de un modo de vida difícil de digerir. La entronización de la hiperconexión, el consumismo y el exhibicionismo en las redes no aporta la carga ética que cualquier persona necesita para sentirse realmente viva, es decir, viviendo con un cierto sentido y orientación positiva. La orientación busca plenitud en el silencio nutriente, la relación cordial y sana y la acción que transforma y nos transforma.

La maquinaria no es la vida.  Por eso, Álvaro recuerda a Simone Weil, para quien “amar es estar atento”. Quizá por ahí encontramos una clave para cuidarnos y protegernos mutuamente en una intemperie que nos erosiona como personas y como comunidad. En el ámbito académico esto significa relativizar asignaturas, temarios y egos para mirar cara a cara a los estudiantes y poder preguntarles: “¿cuál es tu tormento?”. Porque aquí podemos hablar, si quieres, podemos conversar de esto que ha pasado. No nos amordacemos ni nos dejemos amordazar. Es momento en que los adolescente y jóvenes tomen la palabra y les demos espacio para ello. La vida desatenta precisa cauce y sujeción.

La mañana en que guardamos un minuto de silencio delante de la facultad, me cité con los estudiantes que doy clase este curso. Momentos de abrazos, acuerpamiento colectivo y reclamar que la educación pasa por crear vínculos de respeto que necesitan abrirse a la necesidad no expresada. En la comunidad educativa -escolar y universitaria- hemos de sujetarnos los unos a los otros en un entrelazamiento de cuidados. Todos aportamos desde nuestra condición humana marcada por la fragilidad.

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