SOCIEDAD DE LA NIEVE Y DE LOS CUIDADOS

La tragedia de los Andes de 1972 nos sigue hablando. Aquellos jóvenes uruguayos llenos de vida iban a competir a Chile y viajaban en un avión que cruzaba la inmensa cordillera. Todo se quebró en un fatal accidente en el que los supervivientes quedaron extraviados en medio de la nieve. Reportajes, películas, libros y entrevistas han ido moldeando lo que pasó y cómo pasó. Lo que ha presidido este acontecimiento durante muchos años ha sido la experiencia de la antropofagia para continuar viviendo. Y más entre jóvenes católicos que se enfrentaban ante un dilema fatídico: alimentarse profanando cuerpos sin vida o morir. Más tarde nos fuimos interesando por la fuente de esa convivencia en una situación límite como aquella.

Aquellos jóvenes improvisaron un nuevo de modo de convivir forjando verdaderas alianzas y pactos de cuidado para sostenerse mutuamente y para obrar el milagro de la vida. Uno de los primeros pactos fue que quedaba prohibido quejarse. Eso que tan tendencialmente nos brota a los seres humanos cuando nos vienen mal dadas, en aquel contexto significó el comienzo de una transformación donde la mirada había que ponerla en el apoyo colectivo y en la salvaguarda de la convivencia. Cada yo guerrero se fue achatando en favor de un nosotros tan frágil como intenso. Comprendieron de algún modo que “somos los que estamos“ y que solo había que centrarse en lo esencial: sobrevivir juntos sin entrar en atajos individualistas de corto recorrido.

Nos cuentan que entre ellos forjaron un vínculo indestructible que les hacía sentirse verdaderos hermanos. Descubrieron que la esencia del cuidado es el vínculo que trenza relaciones de respeto, ayuda y protección para darse vida, en medio del horror.  Insisten que ese vínculo generó una confianza creciente para sentir que iban a salir de allí, y al mismo tiempo esa confianza les ayudó a mostrarse cada cual como era, dejando aflorar aquellas emociones que la sociedad de aquellos años no dejaba asomar en los varones: sensibilidad, ternura, miedo, empatía y todo un catálogo que describe eso que hoy denominamos competencias blandas y que encontramos tan necesarias en la convivencia diaria y en la resolución de conflictos.

Otro acuerdo importante que forjaron, en especial al enfrentarse a la necesidad de alimentarse de los cuerpos de los compañeros fallecidos en el accidente, fue el prometerse que, en caso de morir cada uno de ellos, se daban permiso unos a otros para poder ser alimento y sostén de los demás. No hay mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Cuidar también es darse permiso para que quepan respuestas imprevistas que atiendan a necesidades reales; es plantear deliberaciones realmente complejas para llegar a una decisión responsable. Las claves del acuerdo no solo se focalizaban en la situación límite que atravesaban, sino en la experiencia de fraternidad que estaban amasando cada día.

Uno de los supervivientes, tras ser rescatado, reconoce que en el helicóptero de regreso a la civilización tuvo la sensación de “dejar un mundo en gestación”. Para algunos esto se llamará síndrome de Estocolmo; para mí es el anuncio del futuro que emerge bajo la forma de la sociedad de los cuidados, que precisa de una nueva mentalidad: los seres humanos podemos comprendernos desde la colaboración y no tanto desde la competitividad. Tal vez aquellos 72 días de extravío en la nieve fueron semilla de aquello que necesitamos como humanidad y que despierta nuestras mejores energías, siempre puestas al servicio de lo común y poniendo en el centro la vida vivible.

Secuestrados por una montaña, estos jóvenes que hoy son abuelos, forjaron un nuevo modo de convivir. No quieren ser tratados como héroes; se consideran personas normales. Por eso es nuestro deber no quedarnos en lo que pasó sino activar aprendizajes de convivencia, cuidado y solidaridad susceptibles de ser implementados en la vida cotidiana de nuestras organizaciones.

Se habla del milagro de los Andes. ¿Dónde situamos el milagro? ¿En que sobrevivieron al accidente? ¿En que los dos muchachos que fueron a pedir ayuda la encontraron? El verdadero milagro quizá radica en la fraternidad trabajada día a día y consolidada en medio de las sombras de muerte que acechaban. Y considerar que todo ello es algo que solo ocurre en situaciones extraordinarias es quedarnos anclados en la literalidad de lo ocurrido. Conviene seguir extrayendo aprendizajes para nuestro día a día. Porque haberlos, haylos.

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