Hay imágenes que dan que pensar y, además, nos permiten frenar la marcha apresurada para así poder captar mejor lo importante, aquello que no se encuentra precisamente en nuestros quehaceres inmediatos. Es el caso de la imagen escogida para este breve comentario.
Estamos en Japón, en medio de una cultura añeja, y asistimos a un rito para muchos de nosotros inimaginable. En una sala de operaciones de un hospital, el lugar central lo ocupa una persona sin vida; una persona que antes de fallecer había consentido para donar sus órganos a fin de que otras personas pudieran seguir viviendo. Los que hemos pasado ese trance con alguno de nuestros seres queridos sabemos que en ese momento todo se acelera y existe una especie de contagio de “deprisa, deprisa” para que la coordinación entre todas las instituciones afectadas sea la correcta.
El equipo médico de la imagen que contemplamos, antes de intervenir al paciente-milagro para extraer sus órganos, le rinde homenaje; todos inclinan sus cabezas en señal de agradecimiento por el inmenso regalo. La medicina podrá seguir curando y cuidando a otras personas gracias a los cuidados recibidos por alguien que ya no está entre nosotros, pero ante el cual nos paramos por un instante haciendo un silencio reverencial. Un silencio que atempera la urgencia dando tiempo a lo verdaderamente importante.
Esa es la lógica del cuidado. Cuidamos porque hemos sido cuidados. Somos gracias a los cuidados recibidos, hasta el extremo. La filósofa Hannah Arendt describió al ser humano como ese ser centrado en la actividad. Por la acción una persona comienza a ser alguien, nos distinguimos unos a otros por el tipo de acciones que realizamos. Y, además, esas acciones tendrán más peso si son reflexionadas de un modo autónomo por cada cual. Acción y pensamiento serán dos caras del proceso de construcción de la persona.
Con todo, la actividad física y la intelectual, con ser relevantes no lo son todo. Tal dinamismo puede esconder un poso de autosuficiencia que nos encamina a la insatisfacción de un hacer siempre inacabado. Además de esa parte activa, deberíamos entrenar la parte pasiva que nos constituye como personas. Theilhard de Chardin lo describió con maestría:
La dos partes, activa y pasiva, de nuestras vidas son extraordinariamente desiguales. En nuestras perspectivas, la primera ocupa el primer lugar, porque nos resulta más agradable y perceptible. Pero, en realidad, la segunda es inconmensurablemente la más extensa y la más profunda.
Entrenar esa pasividad requiere aceptación y autoconocimiento para reconocer de dónde me viene aquello que creo que soy. La mentalidad del “hágase usted a sí mismo” ha fomentado una suerte de narración autoimpuesta según la cual yo soy el producto de mis logros personales y del esfuerzo dedicado. Nada que obviar. La pregunta es: ¿y nada más?
Bertold Brecht nos dio una lección de historia:
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César venció a los galos.
¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?
Concluye el poema: “Una pregunta para cada historia”. La pregunta por aquello que hizo posible tal éxito, probablemente nos retrotrae -si tiramos amorosamente del hilo- al reconocimiento de una mano invisible en forma de cuidado, de ayuda recibida, de idea que surgió y alguien le dio forma, de iniciativas que se confunden con el paso del tiempo. Un tiempo que no lo abarca exclusivamente la esfera de lo productivo, sino también las redes de nuestros entrelazamientos personales y colectivos.
En definitiva, el paso de una visión exclusivamente productiva de nuestras organizaciones a otra donde la colaboración y el cuidado sean reconocibles pasa por la transición del ego al eco en todos los niveles de la institución, comenzando por quienes ocupan los puestos de más responsabilidad. Esto significa convencernos de nuestro enraizamiento en un cruce de vínculos del que hemos recibido mucho más de lo que imaginamos.
Dar gracias por lo recibido es un acto de inteligencia colaborativa y de mano abierta a lo inacabado, a lo que está más acá y más allá del rendimiento obligado y tasado. Cuando descubrimos que la clave está en el don y no en la conquista aventuramos nuevos caminos que nos colocan en la órbita del ser, y así nos podremos regalar una vida escrita y elaborada a múltiples manos. Siempre con agradecimiento reverencial.