Eso dice la canción de la película El rey león: «Es un ciclo sin fin. Que lo envuelve todo. Y aunque estemos solos debemos buscar, y así encontrar nuestro legado. En el ciclo, el ciclo sin fin».
Comenzamos un curso nuevo (incluso para los que no trabajan en colegios, volver de las vacaciones implica empezar un curso nuevo) y sentimos que abrimos un nuevo ciclo, pero que, en realidad, es el mismo ciclo de siempre.
Si te paras un momento a pensar, muchas cosas de la naturaleza funcionan como un ciclo sin fin: los días y las noches, el paso de las estaciones, las vueltas de la Tierra al Sol, las mareas, el ciclo del agua, las fases de la luna, las trayectorias electrónicas dentro del átomo, el ciclo menstrual, el ciclo de la respiración, los ciclos metabólicos de nuestro organismo… Ciclos que pasan por nosotros o alrededor de nosotros, una y otra vez, de manera repetitiva, casi predecible, y que hacen que la vida se mantenga en un fino, perfecto e imprescindible equilibrio.
Pero hay ciclos que nos parecen absolutamente indeseables. Es el que volvemos a abrir con la vuelta de las vacaciones; el regreso a una rutina que nos pone los pelos de punta, que retrasaríamos todo lo posible, aunque nos sintamos con las pilas puestas y entendamos que todo acaba (sobre todo lo bueno) y que hay que continuar con el día a día. Qué perezón, qué bajón esto de regresar…
La vuelta a la rutina es motivo para que muchos desciendan a los infiernos de lo emocional. Pero, en mi caso, y eso que cada vez llevo peor el fin de las vacaciones, esa rutina la siento absolutamente necesaria para recolocarme en el mundo. Es retornar al sitio donde “la maquinaria”, lo que somos y lo que hacemos, se pone en marcha para que todo, a su vez, se ponga en marcha. Sí, es verdad, entramos en horarios repetitivos, acciones monótonas, costumbres y rituales… Pero en ellos logramos encontrar el lugar donde poder ejercitar nuestra voluntad, con la intención de que el mundo siga “rulando” (aunque podríamos hacerlo mejor) y la vida se vaya dando en cada momento y cada rincón.
En esos ciclos nos hacemos, nos construimos a nosotros mismos. Y, en esos ciclos, también aprendemos a aceptar los cambios, los devenires, lo que se va, lo que viene y lo que permanece.
Nuestra vida litúrgica tiene algo de cíclica también: Adviento, Navidad, Cuaresma, Pascua, Pentecostés… y vuelta a empezar. No es una cuestión de repetir por repetir, en un ciclo infinito, como si no tuviéramos mucho más que celebrar. Es una manera de recordar y hacer presente todo aquello que, como cristianos, es parte fundamental de nuestras vidas: la espera esperanzada, la alegría de la salvación, la necesidad de revisarnos por dentro, la confianza en los malos momentos y el amor de un Dios Padre que nunca falla y que envía su Espíritu para acompañarnos.
Sí, reiniciar ciclos puede ser un rollo. Pero creo que es la oportunidad para encontrar en la monotonía que nos supone la vuelta de las vacaciones la oportunidad de descubrir la alegría en lo pequeño, el misterio en lo escondido, la grandeza de estar vivos y, cómo no, nuestro lugar en el mundo.
¡Feliz vuelta y reinicio de ciclo!