CUIDADO CON LA PRIMERA LEY…

Sí, con la Primera Ley de Newton, o Ley de Inercia. Esta es la primera de las tres leyes de Newton, fundamentales para el estudio de la mecánica de los cuerpos. La primera, en concreto, dice: «Si un cuerpo no recibe ninguna fuerza externa, dicho cuerpo continúa en el estado en que se encontraba inicialmente: si estaba en reposo, seguirá en reposo; si estaba moviéndose, seguirá moviéndose con velocidad constante». De esta ley se deriva la segunda, la cual hace referencia a que, si queremos que un cuerpo parado se empiece a mover o que, moviéndose, cambie su velocidad, habría que aplicarle una fuerza. Esto originaría lo que llamamos aceleración: un aumento (aceleración positiva) o disminución (aceleración negativa o desaceleración) de la velocidad del cuerpo en cuestión.

Bueno, todo este párrafo inicial (sí, sé que siempre lanzo un “rollo” como este) es para introducir la reflexión que me viene rondando en estos últimos días, los últimos de Pascua, muy cercanos ya a Pentecostés, la fiesta que conmemora la venida del Espíritu Santo.

Tras ese “subidón” que les supondría a los apóstoles la resurrección de Cristo, vino la ascensión de este a los cielos. A partir de ahí, supongo que las dudas e incertidumbres fueron muchas, todas resumidas en una pregunta: y ahora, ¿qué?

A partir de ese instante, los apóstoles se encerraron por miedo a los judíos. Y ahí podrían haber seguido, encerrados, en estado de inercia, es decir, manteniéndose tal y como les había dejado Jesús, dejando pasar los días hasta que la rutina los absorbiese en una monotonía vacía, bien alejada de aquello para lo que fueron llamados. Todo seguiría igual, corriendo el riesgo de pensar que la resurrección, con el paso del tiempo, quedaría como un hecho puntual del pasado que nada dice a sus vidas.

Sin embargo, no fue así. La llegada del Espíritu Santo les sacó de ahí. Fue la Fuerza que rompió con la inercia de su estado, instándoles a abandonar su encierro y dar testimonio de lo vivido. No fueron capaces por ellos mismos, sino que fue la venida del Espíritu del que tanto les habló Jesús quien les insufló de fuerza y de valor, con fuego y con viento cuentan los Hechos de los Apóstoles, dos elementos muy poderosos que pueden arrasar con todo.

Sí, esa inercia que muchas veces nos invade en forma de rutina, desánimo, desaliento, aburrimiento, desidia, apatía… solo puede romperse si actúa una fuerza que la desarme, tal y como dice la Primera Ley de Newton, y que es completada o continuada por la Segunda.

A veces esa fuerza nos puede venir de fuera (un amigo, un compañero, tu pareja, la familia…). Otras, puede venir desde dentro de uno mismo. De forma inexplicable, una llama se enciende dentro de ti que te impulsa a salir de ese estado y “pasar a la siguiente fase”. Para mí, esa fuerza es el Espíritu Santo, otorgando uno de sus siete dones: sabiduría (el don de entender lo que favorece y lo que perjudica), entendimiento (el don que nos permite escrutar las profundidades de Dios), consejo (don del discernimiento, relacionado con escuchar y orientar), ciencia (don mediante el cual se nos revela interiormente el proyecto de Dios sobre nosotros), piedad (don que ayuda a actuar como Jesús actuaría), fortaleza (don que imprime en nosotros valentía para afrontar las dificultades que nos vienen por vivir de acuerdo a la fe cristiana) y el temor de Dios (don que nos ayuda a vivir de acuerdo a la voluntad de Dios, evitando todo aquello que le pueda desagradar).

Siete dones, siete movimientos suscitados por una única fuerza: la del Espíritu.

En estos días próximos a Pentecostés, pidamos que se nos otorgue esa Fuerza para que no quedarnos en la zona de confort, en la que tan a gustito se está pero, que en el fondo, invita a la estática, justamente lo contrario de la dinámica, de la que tratan las tres leyes de Newton.

No sé si Newton reflexionó más allá de las fórmulas matemáticas que permitieron desentrañar el por qué se mueven los cuerpos (o dejan de moverse), leyes gracias a las cuales el hombre llegó a la Luna. A mí, aparte de estudiarlas en su momento y disfrutarlas (sí, lo pasaba genial haciendo problemas de dinámica, aunque suene raro), me ayudan a ir más allá y a entender que, al final, como parte de este planeta en que vivimos, las leyes que nos rigen, en el fondo, son sencillas, pero esenciales para el desarrollo de las situaciones tal y como naturalmente deben darse. Y la ley que nos trajo Jesús era bien asequible: ama a tu prójimo como a ti mismo. Sin embargo, ¡qué trabajito nos cuesta!