Todos conocemos la teoría del big bang: la explosión de un “punto” de alta densidad y temperatura, y tamaño muy pequeño (se le ha bautizado como “singularidad”), a partir de la cual se expandió el universo como se expanden por una mesa un puñado de canicas arrojadas al azar. Ese big bang fue el origen del Universo, del tiempo y del espacio.
Después de la explosión, la temperatura empezó a bajar y las partículas que surgieron se fueron uniendo, dando lugar a la materia: primero los átomos, luego las estrellas, los planetas, los asteroides… Todo un proceso que duró más de 13000 millones de años, los años de antigüedad que tiene el universo.
¿Y cuándo surgió la vida en la Tierra? Pues hace unos 3800 millones de años. Ojo, cuando hablamos de vida, no hablamos de nosotros, los seres humanos. Los primeros fósiles orgánicos tienen una edad de 3500 millones de años. Una vida que surgió tras numerosas reacciones químicas sometidas a unas condiciones de temperatura y presión determinadas.
Las primeras formas de vida pluricelular surgieron hace más de 2000 millones de años y, ¿sabes qué? El Homo sapiens evolucionó hace tan solo 200 mil años.
Todos estos números son para que nos demos cuenta de que, en realidad, no llevamos demasiado tiempo por aquí, teniendo en cuenta el tiempo que comenzó a formarse todo esto que conocemos, e, incluso, lo que no conocemos, que aún es mucho. Una vez leí que, si pudiéramos comparar el tiempo desde que ocurrió el big bang hasta la actualidad con un día, nosotros, los humanos, habríamos surgido ya cerca del anochecer. La vida se tomó su tiempo…
Muchos procesos que se han dado o se dan en la naturaleza han surgido después de un periodo largo de tiempo: miles de millones de años, como es el caso del universo; millones de años, como es la formación de montañas (el río Colorado comenzó a formar el cañón que lleva el mismo nombre hace 17 millones de años); cientos de miles de años, como es el surgimiento de nuestra especie; miles de años, como algunos árboles… o 9 meses, como es la gestación de un ser humano. Nada (o casi nada) que merezca la pena surge de un día para otro. Todo requiere una espera. Pero no es una espera pasiva. Se trata, más bien, de una espera rumiante, activa, que hace, que se expande, que no deja de re-crear, que va en camino hacia la conquista de su culminación.
Esto debe resultarnos familiar a los cristianos. No en vano, antes de la Navidad, celebramos el Adviento, que es un tiempo de espera, la misma espera movilizadora que ocurre en nuestra Madre Naturaleza.
La espera cristiana es una espera que, mientras espera, va edificando, va preparando, va haciendo camino… Es una espera que se vive en la confianza de que, efectivamente, hay algo, alguien a quien esperar.
Vivamos estos últimos días de Adviento en esa “espera rumiante”, impulsora y constructiva. No nos quedemos a medio camino, no caigamos en la trampa de que ya no queda más tramo que caminar. Mientras esperas, imita a la naturaleza: expándete, crece, deja huella, evoluciona, da forma…Y será en ese quehacer silencioso donde la esperanza se hace un hueco, donde el propio Jesús entra en tu historia.