La vida está llena de cambios. No he descubierto nada con esta afirmación, lo sé, pero sí me doy cuenta de que, con los años, la puedo decir con serenidad y aceptación (que no resignación). Y hasta con una alegre curiosidad. Echo la vista atrás y veo cómo he evolucionado (para bien) en esto de asimilar los cambios. Quizás sea eso a lo que se le llama madurar.
En la naturaleza existen cambios. Están los cambios químicos, en los que cambia la naturaleza de las sustancias a lo largo de un proceso llamado reacción química; y están los cambios físicos, donde la materia no cambia su naturaleza, pero sí algún rasgo, característica o estado de ella. Un ejemplo de esto último son los cambios de estado de la materia: según la temperatura (y su propia naturaleza), una sustancia puede estar en estado sólido, líquido o gaseoso. Pero seguirá siendo la misma sustancia, esto es: el agua puede aparecer como hielo, agua líquida o vapor de agua, pero seguirá siendo agua, en cualquier caso.
De esto de los cambios ya he hablado alguna vez en este espacio, pero ahora pienso: ¿cómo asimilamos en la vida algo tan natural como cambiar? ¿Cómo digerimos los cambios que ocurren en nuestros estados de vida, en nuestras relaciones, en nuestra mentalidad, o en nuestro cuerpo, con el paso de los años? Quizás en muchos casos hayamos experimentado una especie de «cambio químico» (uno que ha provocado en nosotros tal mutación que nunca hemos vuelto a ser la misma persona). En otros casos, el cambio habrá sido más parecido a un cambio físico (una evolución de algún tipo, pero, en el fondo, mantenemos la esencia de lo que somos). ¿Y cuál habrá sido mejor? Pues no sabría decirlo… En ocasiones es mejor ese cambio que te lo trastoca todo y hace que nada vuelva a ser igual, y en ocasiones es mejor un cambio que sea más como un proceso continuado y natural (como ocurre con el agua conforme sube la temperatura).
Lo cierto es que estos dos cambios se dan a lo largo de la vida. Y aceptar este «movimiento» o «vaivén» es lo más sano para seguir tirando adelante. Ahora mismo traigo a mi mente a alumnas que, al terminar la selectividad, han visto cómo una nota les ha trastocado todo ese proyecto de vida que tenían en mente: ser médico, coger esta especialidad o esta otra, hacer tal máster… Todo rodado y bien planificado. Y luego llega la vida con sus sorpresas y… ¡zas! Toca reestructurar. Y vienen los miedos, las dudas, las culpas… Es curioso: cuando yo tenía su edad me pasaba eso, pero desde la que tengo ahora, solo soy capaz de ver ahí oportunidad de reseteo y apertura a lo que vaya a venir. Eso les digo: muchas veces la vida no pide permiso y hay que ser conscientes de los cambios que tendrás que afrontar.
Me gusta mucho esa frase que dice «el cambio es permanente». Quizás sea lo más permanente: cambiar. De esencia, de estado, de pensamiento, de concepción de las cosas, de comprensión de los acontecimientos… Pero, a través de los años he llegado a la conclusión de que, a la par de aceptar esas evoluciones, también tengo que procurar no perderme en ninguna de ellas, sino seguir atenta a qué hay de mí en cada una de esas etapas, qué ha cambiado en mí esencialmente (cambio químico) o qué ha cambiado sin que mi naturaleza haya sido alterada (cambio físico).
Ahora me vienen esas palabras que pronunció Jesús: «Cielo y tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán». Las siento como esa llamada a estar atentos a lo que es importante, a aquello verdaderamente significativo que, no es ya que permanezca, sino que baile con el cambio, como bailan las hojas cuando el viento las mueve: las hojas seguirán siendo hojas cuando el viento deje de soplar, pero ya no estarán donde estuvieron antes.
Así que, si algo he aprendido como creyente y como científica es a ser consciente de los cambios que acontecen y cómo acontecen, en qué sentido, con qué finalidad. Y a aceptarlos (a veces, hasta darles la bienvenida). Como dice una compañera mía, darme cuenta de «lo que pasa, y lo que me pasa con lo que pasa».