NUESTRO TÍTULO: SANADORES HERIDOS

Una de las metáforas más acertadas para quien trabaja con personas, y más si lo hace desde la vertiente educativa, es la del sanador herido. Es un término que acuñó Henry Nouwen desde la teología y que rescató la esfera de la atención sanitaria. Tiene que ver con la actitud con la que nos relacionamos con el otro, especialmente con los estudiantes en tanto que personas ayudadas y orientadas de alguna manera por el docente. Ahí nos damos cuenta de que no solo somos profesores de Lengua, Matemáticas o Religión. Transmitimos conocimientos en un contexto de depresión colectiva, incertidumbre generalizada y miedo, mucho miedo a un mañana desfigurado. La fragilidad exterior es una llamada a reconocer nuestra fragilidad interior.

Como educadores, somos cuidadores en momentos de duelo por la muerte de un familiar, mediadores en caso de conflicto y violencia en el aula, acompañantes personales y grupales como tutores. El sanador herido acompaña desde la experiencia de su propia vulnerabilidad y desde su capacidad de sanar; lo primero suscita sentimientos de compasión y comprensión al otro; lo segundo ayuda a despertar en el otro sus propias capacidades. Ambas dimensiones simultáneamente trabajadas hacen del educador un experto en humanidad.

Pero acompañar desde la experiencia de la propia fragilidad es algo que se dice con soltura, pero se acepta con dificultad. Porque no estamos acostumbrados a identificar vulnerabilidades en un escenario en el que la flojera interior se disimula y la apariencia de éxito profesional y personal gozan de mejor imagen. Por eso, el cuidado en cualquier organización reclama sabiduría personal para identificar las propias heridas: inmadurez en aspectos de mi persona, soledades no queridas, conflictos que quedan por resolver, pérdidas de seres queridos, rupturas y separaciones con personas importantes, proyectos truncados, tantas saetas que atraviesan nuestra historia y que se concentran en  los maravillosos versos de Miguel Hernández: llegó con tres heridas/la del amor, la de la muerte, la de la vida: vínculos rotos, proyectos inacabados y la certeza de que tenemos fecha de caducidad biológica.

Conocer, aceptar e integrar las propias heridas es un camino que nos acompaña a lo largo de la vida, pero se constituye en una alerta necesaria para poder conocer, comprender y acompañar las heridas ajenas. Entonces, mi propia fragilidad se convierte en un recurso inestimable con el que acompaño, aunque me falten herramientas y técnicas para hacerlo mejor. Así las cosas, mi fragilidad, lejos de esconderla, es una oportunidad para reconciliarme con ella y situarla como compañera de camino, y no como sombra de la que se huye. Ya no hay que huir más.

Hablamos de sanación en la educación cuando despertamos las capacidades del otro y acertamos a que la persona ayudada se ubique en lo que realmente vale: su valor no radica tanto en las calificaciones que obtiene sino en lo que su persona es y desprende, en su dignidad que está más allá de cualquier otro mérito. Cuidar la dignidad es ayudar a que cada cual conecte no solo con sus propias heridas sino con sus capacidades. Cada persona guarda sin querer en su interior maravillosas posibilidades que están por estrenar.

Somos educadores, en fin, que trabajamos sobre la base de heridas en perspectiva de esperanza. La fragilidad de quien educa no hunde al ayudado, sino que permite –en palabras de José Carlos Bermejo- “una presencia comprensiva, compasiva, de alta intensidad de significados, porque la propia fragilidad es utilizada como recurso comprensivo”.

Así, la propia fragilidad se aleja de una sobreexposición que no ayuda. Solo ayuda la utilización adecuada y equilibrada de la propia herida en un clima de confianza y de trabajo conjunto. Mis duelos por la muerte de personas queridas pueden ayudar siempre que no agobien, invadan y determinen la dirección del acompañamiento. Ser sanador herido no es una metodología de actuación sino la identificación con una cierta identidad como personas en el mundo.

En la era del posthumanismo, con orgullo nos reconocemos simplemente realidades inacabadas, seres humanos que nos necesitamos unos a otros para construirnos como personas en un mundo habitable. Somos sanadores heridos, orgullosos de que nuestras heridas nos permitan vincular y reconciliarnos con nuestro núcleo vital; contentos por poder conectar con las heridas que otros nos muestran, porque solo desde ese lugar podremos hacer camino que humanice la vida, cada cual el suyo, y juntos en ese tramo de la vida que acordemos compartir. 

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