Hablar de la esperanza definitiva del cristiano significa hablar de Dios tal y como se manifestó en la resurrección de Jesucristo. Por ese acontecimiento sabemos que Dios resucita a los muertos, que alabamos a Dios por hacerlo y que el destino de Cristo es el fundamento de nuestra esperanza. La fe nos confiere la certeza de estar destinados a la vida eterna.
La vida eterna es utilizada por los sinópticos como sinónimo de la fase final del Reino (Mc 9,43-48). Pero es sobre todo Juan quien profundiza en este concepto. Según el cuarto evangelista, la vida eterna es ya poseída actualmente por la fe: quien cree en Cristo tiene la vida eterna. El don de la vida tiende a la definitividad (vida eterna). Sin embargo, durante la existencia temporal puede perderse, por desaparición de la fe o atentando contra el amor al prójimo, de ahí que no alcance su perfección sino en el futuro. La dimensión social de la vida eterna viene a refrendar que no puede darse una autentica consumación del hombre al margen de la consumación de la humanidad, y viceversa: la doctrina cristiana del reino de Dios consumado se distancia de este modo tanto de una mística individualista como de un colectivismo abstracto e impersonal, haciendo patente que el punto álgido de la personalidad coincide con el de la comunicabilidad, y que este último se logra al insertarse el hombre en el círculo vital de las relaciones personales trinitarias.
“Se dice que la especie humana es la única en saber que va a morir. El problema es transformar este saber, que durante largo tiempo permanece como experiencia de vecindario en un acto libre. Tras la Biblia, la teología y la espiritualidad han insistido en el hecho de que la vida no dura sino el tiempo de un suspiro, que es una aventura harto mezquinamente medida, pero, al insistir en todo esto, destacan también que la vida no acaba con la muerte, que la aspiración a la inmortalidad no es una vana nostalgia, que todo no se limita a los horizontes terrenos y que la tierra, por seductora que sea, no es sino un tránsito. Esta palabra no es despreciativa, como se ha pensado durante mucho tiempo. Se refiere al misterio pascual e indica solamente que la vida terrena no es sino un tiempo, y no constituye ni lo definitivo ni el todo de la vida”[1].
[1] J. LYON. Citado por: R. DE ANDRÉS, Diccionario existencial cristiano, Verbo Divino, Estella, 2004, página 320.