La Iglesia de Jesús es una comunidad de hermanos, donde la fraternidad es, para el mundo, un signo y testimonio de la fraternidad universal; es una comunidad de iguales, donde no hay superiores ni inferiores, donde no hay poder, ni sumisión, ni dependencia; no es un lugar más en el que se viven las diferencias sociales, sino en el que se establecen unas relaciones de fraternidad, de las que Jesús dice: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra; porque vuestro Padre es uno solo: el del cielo. Tampoco dejaréis que os llamen directores porque vuestro director es uno solo: el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro” (Mt 23,8‑11).
Lo primero y más constitutivo de la Iglesia es la comunidad. La fe en Jesús, la fe de los seguidores de Jesús es comunitaria. En esta forma de comprender la Iglesia se reconoce también el hecho de que siempre ha habido en ella personas encargadas de determinadas funciones y tareas. Pablo en sus cartas nos habla de la Iglesia como comunidad en cuyo seno hay diversidad de dones, carismas y ministerios (cf. I Cor 12,1-11). “Además, el mismo Espíritu Santo […] reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación de una más amplia edificación de la Iglesia […]. Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo” (LG 12).
Dentro de estos carismas de los que hablamos, encontramos el de la autoridad. No se trata de poder sobre los demás, algo que está totalmente en contra de los planteamientos evangélicos; sino de una tarea importante encomendada a unos pocos. Consiste en promover y regular la vida de comunión espiritual de todos, velando por la paz, por la justicia y por la verdad. Todo ejercicio de la autoridad en la Iglesia está regido por el servicio al amor, que consuma todo el designio de Dios (cf. I Cor 13,13). De esta manera se establece una cooperación entre la gracia del Espíritu, concedido interiormente a los que ejercen la autoridad eclesial, y la coordinación de la vida externamente concebida. Organización y conducta no son más que un único servicio, que permite que el amor a Dios y el amor al prójimo florezcan en todos los hombres.