A mediados de este mes nos sorprendió (al menos a mí, y muy gratamente) la noticia acerca de la primera imagen tomada de un agujero negro supermasivo situado en la Vía Láctea, la galaxia espiral a la que nuestro sistema solar (y, por tanto, la Tierra) pertenece.
Un agujero negro es una región del espacio en cuyo interior hay mucha cantidad de masa, la cual es capaz de generar un campo gravitatorio tan elevado que, dicho de manera burda, «se lo traga todo». Cualquier cuerpo atrapado en un agujero negro no escapa de él. Ni siquiera la luz lo logra.
Este agujero negro, al que han llamado Sagitario A* (de cuatro millones y medio de veces la masa del sol), es el segundo que ha podido fotografiarse. Desde luego, este es un logro maravilloso para seguir profundizando acerca del aspecto y funcionamiento de estos cuerpos, así como, por qué no, ahondar en cuestiones tan físicas como metafísicas relativas al origen del universo.
La noticia como aportación científica es estupenda, pero hay otro aspecto de ella que me encanta y que enciende un poco la llama de la esperanza, aunque esta se encienda cuando más miramos al cielo y no a la tierra. Dicho aspecto tiene que ver con cómo se ha conseguido dicha imagen: a través de ocho radiotelescopios en distintos puntos de la Tierra (entre ellos, España). Se trata de un proyecto integrado por un grupo internacional de científicos, unos 300. Estos radiotelescopios, colocados en diferentes puntos del planeta, fueron sincronizados para observar el agujero negro a la vez. De esta manera, se han tomado diferentes imágenes de Sagitario A* tal que, haciendo una composición de todas, y mediante una serie de operaciones matemáticas que permiten rellenar los huecos que dejan las zonas sin observar, han conseguido componer la imagen de este gigante. Como decía uno de los artículos que he leído acerca de este fenómeno «es como si ocho personas observasen a la vez la misma ola desde diferentes partes de la orilla de una playa».
Sigue maravillándome lo grandes y capaces que podemos ser cuando hacemos las cosas entre todos. En el momento en que dejamos fuera rivalidades y afanes de poder para anteponer la verdad, logramos cosas realmente increíbles. Como dijo Neil Turok en su libro El universo está dentro de nosotros, «aunque a menudo lo que la impulsa (se refiere a la ciencia) es el genio o la intuición individuales, engendra una fuerte sensación de causa común y de humildad entre sus practicantes. Estas maneras de pensar y de comportarse son valiosas mucho más allá de las fronteras de la ciencia».
¡Qué trabajo nos cuesta poner en práctica el mensaje de esta frase de Turok! Y eso que ha habido momentos en nuestra historia que nos lo hemos creído. Como ejemplo reciente está la pandemia por la COVID y el confinamiento vivido. Ahí nos decíamos que juntos podíamos, que nadie quedaría atrás… Y sí, lo decíamos convencidos, seguros de que solo unidos saldríamos de tal catástrofe. Pero la vida fue volviendo a la normalidad, al igual que nosotros (entendiéndose por normalidad como «lo que siempre fuimos»). Y ahí estamos, con una guerra que nos demuestra que, verdaderamente, no hemos aprendido nada. Seguimos poniendo en práctica la desunión como manera de lograr el control.
Nos queda muy lejos la humildad. Ese sentimiento que nos empequeñece y, a la vez, nos hace grandes si lo ponemos en práctica. Ya nos lo dejó caer Copérnico cuando nos confirmó que la Tierra no es el centro de nada, sino que somos un planeta más entre otros girando alrededor del sol. Somos diminutos, frágiles, casi insignificantes ante la grandeza del universo. Pero también somos preciosos, muy capaces de hacer cosas extraordinarias, que solo lograremos si vamos juntos, si nos convencemos de que somos pequeñas partes de un todo (la humanidad) que se completa con cada uno de nosotros.
Jesús dijo a los apóstoles en su última cena: «Permaneced en mi amor». Una llamada a la unión, tanto entre nosotros como con Él. Jesús nunca creyó en el trabajo individual ni en eso de «ir por libre». Lo primero que hizo antes de empezar su vida pública fue rodearse de un grupo de personas. Sabía que solo así sus palabras permanecerían y, con ellas, el amor de Dios.
Así que, creámoslo una vez más. Intentémoslo. Apostemos por el grupo, la comunidad, el trabajo conjunto. No es fácil, nadie lo dijo. Pero es necesario si queremos que todo esto (nuestro mundo, nuestra historia, nuestras vidas) tenga sentido y sirva para algo muy muy bueno.