En Termodinámica existe una magnitud denominada entropía. Ésta se suele relacionar con el grado de desorden de un sistema. A más desorden, mayor entropía. Así, la segunda ley de la Termodinámica, que es la que tiene en cuenta dicha magnitud, dice que el universo (entendiéndose universo como el sistema que se estudia y sus alrededores) tiende a aumentar la entropía. Pero relacionar la entropía con el desorden no es del todo correcto, aunque lo hacemos porque nos resulta más fácil comprenderlo.
La entropía está relacionada con la aleatoriedad. Para comprenderlo a mí me ayudó mucho el siguiente ejemplo que escuché de un físico.
Imaginemos que tenemos un montón de folios en las manos y que, de repente, los tiramos al aire. Cuando estos caen al suelo, ¿qué probabilidad hay de que los folios caigan todos uno encima del otro, en el orden en que los teníamos en las manos? Cero no, porque no es imposible, pero, ¿a que nos sale una probabilidad bajísima? Bien, pues ahora repitamos el mismo hecho. Si volvemos a tirar los mismos folios, ¿caerían todos exactamente igual que cayeron la primera vez? Muy improbable, ¿verdad?, aunque no imposible. Lo que sí podemos deducir de esta acción (que podríamos repetir hasta el infinito obteniendo diferentes resultados) es que al tirar los folios hay muchísimas más posibilidades de que caigan de forma desordenada que ordenada. Pues eso es la entropía, y de ahí deducimos que todo tiende al desorden.
Dicho esto (espero que nadie se me haya quedado dormido a estas alturas del artículo), ¿no pasa lo mismo en la vida? Me explico. Normalmente tendemos al desorden en nuestra vida cotidiana (mesa de trabajo, armarios, cajones, despensa, habitación), por ello ordenar es algo que requiere cierto esfuerzo (menos a algunos, que son ordenadísimos y lo tienen todo estupendo… no es mi caso). Miro a los adolescentes a los que les doy clases y, al final de la jornada, ya están «entrópicos» perdidos. ¡Y no digo nada ahora, en primavera, con las hormonas revolucionadas!
Si nos ponemos a reflexionar, muchas de las cosas importantes de nuestra vida generan a nuestro alrededor cierta entropía. Un ejemplo claro es el amor, que lo pone todo patas arriba. En primer lugar, no es algo que uno busque. El amor surge cuando menos te lo esperas, donde menos te lo esperas y, muchas veces, con la persona que menos imaginas. Llega y te revoluciona entero por dentro. Todo queda en un maravilloso «desorden»: el estómago con mariposas, el corazón siempre a cien, no te centras… Estás todo el día con un estado de energía superior al que normalmente tienes (por cierto, eso se llama excitación. A los electrones les pasa cuando toman energía y pasan a un orbital que no les corresponde. Están como nosotros cuando nos enamoramos: fuera de órbita).
Lo mismo que con el amor, esta entropía también aparece con otras cosas maravillosas de la vida: la ilusión por algo, la llegada de un hijo, la amistad… Y aunque tanto el amor como todo esto que acabo de mencionar puede terminar por hacernos mucho daño, al final, por mucho que digamos que no volveremos a pasar por ahí, caemos de nuevo. A pesar del desorden, a pesar del dolor. No es que no aprendamos, es que ya hemos degustado lo bonito de la vida y, en el fondo, no estamos dispuestos a renunciar a ello.
Con la fe pasa algo parecido. Ya lo dijo Jesús:
«Si amáis solo a los que os aman, ¿qué premio merecéis? También hacen lo mismo los recaudadores. Si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? Sed, pues, perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto».
Pero, ¿qué es esto? ¿Llamar padre a todo un Dios Todopoderoso? ¿Que amemos a todos, incluso a los que nos hacen daño? Y suma y sigue. Podría decirse que Jesús es el «rey de la entropía» (espero que no se ofenda), y que vino a ponerlo todo patas arriba: la fe basada en normas de los fariseos, la forma de entender la Ley, la manera de tratar a los marginados de la sociedad…Y la vida de tantos con los que se topó: los apóstoles, María Magdalena, el joven rico, Nicodemo, la samaritana junto al pozo, Pablo de Tarso… Incluso a Pilato, cuyo diálogo con Jesús le hizo pensar mucho, aunque luego escurriera el bulto. Una revolución que afectó incluso a la propia muerte: esta no es el final. Hay motivos para la esperanza.
Jesús llega así a la vida de uno. Su irrupción lo desmonta todo, te rompe los esquemas y te levanta otros que ni esperabas ni imaginabas. Es un magnetismo, un mensaje, un «no sé qué» que lo desordena todo para que todo tenga sentido.
Y en ese desorden, se ordena todo: las prioridades, los motivos por los que hacemos las cosas, la forma de amar, el qué esperamos y por qué esperamos… Es como un huracán que, cuando pasa, lo coloca todo en su sitio y que, tras el sobresalto, te trae la paz que genera la verdadera y auténtica felicidad.