Justamente ayer explicaba a mis alumnas de 2º de bachillerato las sustancias ácidas y básicas. Según la teoría de Brönsted-Lowry, ácido es toda sustancia que, en disolución acuosa, cede H+, generándose iones H3O+. Por otra parte, una base es toda sustancia que, en disolución acuosa, acepta iones H+, dando lugar a iones OH–. ¿De dónde toman o a quién ceden estas sustancias ese H+? Del agua. Esto quiere decir que el agua puede ceder H+ o tomarlos, «según quien tenga delante». Por ello se dice que el agua es una sustancia anfótera. Muestran esa «doble cara», o tienen esa habilidad para hacer las dos cosas frente a distintas sustancias.
Esto me hizo pensar en cuándo nosotros nos comportamos así, como «sustancias anfóteras». Me refiero a cómo podemos cambiar nuestra actitud o nuestra forma de ser según estemos con unas personas u otras, o en unos ambientes u otros.
Es cierto que hay circunstancias en los que uno tiene que saber estar. Ahí hay que manifestar un comportamiento adecuado a ese lugar, sacando de nosotros esas formas que nos ayudan. No es lo mismo estar viendo un paso de Semana Santa que estar en la Feria de Abril de Sevilla. No es lo mismo estar en una reunión de trabajo que tomando unas copas con los compañeros en un bar. Eso no quiere decir que finjamos, sino que seleccionamos la parte de nosotros que es más adecuada para ese momento.
Sin embargo, hay contextos donde no nos atrevemos a ser como somos, y entonces sí que fingimos, creando una persona que, realmente, no somos. Hay veces que desfasamos porque el escenario es festivo y no quieres quedar como una seta, aunque, en el fondo, no te gusta ese sitio ni la gente que lo integra, quizás has ido por fuerza y prefieras estar en otro lugar más tranquilo. Pero no te atreviste a decir «no, no me apetece, no me gustan esas cosas».
Hay situaciones donde no te atreves a expresar lo que realmente piensas de algo o cómo vives la vida (¿cuántas veces no nos atrevemos a decir, por ejemplo, que somos cristianos y vivimos como tales?) y simplemente callas o asientes por cumplir. Si lo pensamos, lo hacemos para no generar incomodidad o debates para los que sentimos que no estamos a la altura o que, simplemente, no queremos enfrentar (dichoso complejo de inferioridad que nos entra pensando que el otro siempre tiene razón). No ocurre eso en reuniones en las que nos sentimos seguros y entonces nos atrevemos a decir lo que pensamos. Pero, ante esto, me hago la siguiente pregunta: ¿tiene algún valor decir lo que se piensa a quienes sabes que piensan como tú? Esto me recuerda a lo que dijo Jesús:
«Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman».
Quizás nos pase como al agua: que tenemos ese «anfoterismo» y vamos cambiando nuestra esencia según lo que tengamos delante. Esto nos ha pasado alguna vez en la vida (¿nunca te has sorprendido a ti mismo preguntándote por qué has dicho o hecho tal cosa si en el fondo no lo sentías ni te apetecía?). Entonces, quizás, es el momento de preguntarte quién eres realmente, coger ese ser tuyo y no avergonzarte de él, dejarlo fluir y, si es preciso, corregirlo para mejorarlo. Eso, probablemente, nos ayude también a ser menos rígidos con los demás y aprendamos a aceptarlos y quererlos tal y como son, y no tal y como nos gustaría que fueran.
Ser uno mismo es una batalla que debemos enfrentar toda la vida. Es como pulir una piedra (que, si se pule bien, puede resultar que se descubra que es un diamante). A mí dicha batalla me recuerda muchas veces al proceso de escritura: una va escribiendo al principio lo que va pensando y luego lo «poda», como digo yo. Esto es: le vas dando forma, lo vas ordenando y le vas dando su cadencia para sacar lo mejor de él. Y lo que no sirva porque no es fiel a lo que se quiere transmitir, se borra y ya está.
Ahora mismo se me ocurre que, probablemente, la vida es esa novela que tú y solo tú escribes. Vas dándole tu propia estructura. Vas mejorando el estilo. Vas corrigiendo. Y vas buscando un final feliz que es, al final, lo que hemos venido a ser en esta vida: felices.