Vivimos apremiados por una formidable crisis civilizatoria y necesitamos implementar una mirada planetaria y cosmopolita. Es tiempo de audacia, coraje y creatividad. Amin Maalouf afirma que situaciones sin precedentes requieren soluciones sin precedentes. Pero las soluciones no surgen apretando nuevos botones sino disponiéndonos personal y colectivamente al cambio.
Por su parte, el filósofo de la ciencia K. Popper incorporó la expresión conjeturas audaces como aquellas que son capaces de hacer avanzar significativamente la historia. La conjetura muestra una suposición y su audacia radica en que entra radicalmente en conflicto con las teorías generalmente aceptadas en la época en la que se emite. Por ejemplo, la astronomía de Copérnico era audaz en el siglo XVI porque chocaba con el supuesto básico de la inmovilidad de la tierra y su posición central en el Universo.
En este año celebramos el 50 aniversario de la elaboración de un documento muy importante. Se trata del Informe del Club de Roma denominado Los límites del crecimiento. El prestigioso grupo de investigadores y científicos que lo redactaron centraron su estudio en la realización de un diagnóstico a escala global como humanidad y formuló alguna propuesta para salir airoso del trance que se nos venía encima.
En aquel famoso informe se vaticinaba la inminente catástrofe que asolaba a la humanidad y al planeta Tierra si no se ponía freno al tipo de progreso en marcha; un progreso que, al mismo tiempo que traía innumerables bondades a nuestras vidas, ha expuesto al planeta a una explotación sin límites. De ahí nació la propuesta de desarrollo sostenible. Una conjetura audaz en su tiempo, una intuición sensata y positiva. Pero, desgraciadamente, cinco décadas más tarde, es una conjetura que no solamente ha dejado de ser audaz sino que ya resulta obsoleta. No vale. El tiempo para ello ya pasó porque no se hizo casi nada al respecto. Como indica Jorge Riechmann, «necesitaríamos una biosfera más grande y más rica y un capitalismo más pequeño y más controlado» para que el desarrollo sostenible fuera viable en la actualidad. Por tanto, ya es impracticable la alternativa al desarrollo que significaba el desarrollo sostenible, aunque sigamos hablando de él y se le nombre como una especie de suave eco verde en el ámbito político.
La conjetura audaz reclama apuestas fuertes y novedosas, no por un seguidismo hacia ninguna moda, sino como una convicción arraigada que explora en el hondón de lo humano aquellas alternativas viables que nos permitan vivir y convivir desde el respeto mutuo. Sin embargo, en tiempos de guerra y devastación del planeta, renace la creencia en el poder de la fuerza y en la voluntad de cooperar solo para defendernos del enemigo. El lenguaje belicista lo inunda todo y ya no cabe más imaginación que volver a la ley del talión como modo de resolver los conflictos. ¿Realmente aprendemos de nuestra historia?
Tengo para mí la intuición de que el cuidado emerge como una conjetura audaz en estos momentos de nuestra historia como especie humana. Tanto dolor, tanto desgarro y tanta violencia ya no tienen cabida en esta tierra. Una de las traducciones educativas en este tiempo de agitación y agresión es la contemplación de que el cuidado nace del vínculo de lo vivo con todo lo vivo. Por eso el cuidado es esencialmente noviolento, porque trata de preservar los vínculos y de luchar por la vida. El cuidado es contemplación y lucha; presencia y anticipación. Y, por ello, el cuidado ama la paz y cree en ella. No nos extraña, pues, que tanto el cuidado como la paz choquen de frente con el presupuesto cultural que en pocas semanas se ha agigantado entre nosotros: si quieres la paz, prepara la guerra.
Si somos capaces de mirar más allá de lo inmediato podremos atisbar que el cuidado aparece no solo como fuente interior sino como conjetura audaz que ha de presidir el desarrollo de la humanidad en adelante. Este desafío de civilización llama a las puertas de nuestras organizaciones y zarandea nuestra vocación docente. Lejos de un pacifismo descomprometido, el cuidado es un arma pacífica cargada de futuro, como la poesía de Celaya, la valentía de Etty Hillesum o la audacia pastoral del papa Francisco. Como educadores hemos de dar contenido a esa conjetura en miniatura para que se convierta en práctica personal y colectiva. Hasta que el cuidado se haga costumbre.