El ser humano tiene dos dimensiones constitutivas: la espiritual y la material. Ambas se encuentran reflejadas en el cofrade que camina materialmente con su vela iluminada espiritualmente en el camino de la procesión. Ambas deben estar bien equilibradas en la comunidad cristiana, sin que una predomine sobre la otra, evitando dualidades y monismos[1]. La dimensión espiritual no tiene una autonomía absoluta como pueden pensar los espiritualistas, ya que no puede ser cultivada con independencia de las otras dimensiones del hombre. Por otra parte, la dimensión material solo tiene una autonomía relativa, como piensan los materialistas, ya que la totalidad del hombre es algo más que las células que lo componen y no se puede alcanzar la plenitud sin el desarrollo progresivo e integrado de todas las dimensiones.
En el Antiguo Testamento, el Espíritu de Dios es la fuerza creadora que actúa en el ordenamiento del universo natural y en la marcha de la historia humana. Los profetas prometen un Espíritu que renovará los corazones de los hombres y hará un pueblo nuevo y una tierra nueva. En el Nuevo Testamento, ese Espíritu divino se hace más intenso tanto en Jesús como en la comunidad cristiana y permite descubrir una nueva forma de concebir a Dios sin el prejuicio de una concepción unitarista: se descubre la compleja realidad de la vida trinitaria divina que se manifestó en Jesucristo y que, por su mediación, llega hasta sus seguidores. Por eso, la espiritualidad cristiana no puede entenderse, primariamente, como un conjunto de prácticas espirituales sino como algo tan innovador que solo se explica por la presencia operativa de Dios entre los hombres.
Esta novedad del Espíritu de Jesús no es percibida ni creída realmente sino desde una espiritualidad viva, reflejo de su presencia en el interior del hombre que nota la presencia de Dios en su vida, reflejo de su presencia en la comunidad cristiana que presenta y difunde el mensaje del Salvador a todos los pueblos y reflejo de su presencia en la marcha de la historia de una humanidad que desea vivir con sentido su existencia. Son este tipo de palabras y de hechos nuevos, los comportamientos anormales, los que hacen preguntarse a los que nos contemplan en la calle, imbuidos en nuestros hábitos y portando nuestras luces, quién nos impulsa y cómo nos inspira. Y son nuestras palabras y nuestros hechos los que deben aportar la respuesta.
[1] I. ELLACURÍA, Espiritualidad. En C. FLORISTÁN, Conceptos fundamentales de Pastoral, Madrid, 1983, Ed. Cristiandad, p. 301.