El ser humano puede definirse como un buscador de experiencias. Se trata de jalones de una vida vivida a base de vivencias que marcan el destino de nuestra existencia, de la misma manera que lo hicieron con la vida de María de Nazaret. Se trata de momentos de angustia por el futuro, de huidas de mil cosas, de pérdidas de personas, de encuentros que transforman la vida, de cruces que hay que llevar en nuestro cuerpo o en nuestra alma, de descensos al infierno de la enfermedad, de la soledad o de la sinrazón y de sepulturas que visitar para agarrar el recuerdo de amigos y familiares. Los siete dolores que portamos para traer a la memoria de la gente los momentos de dolor de María deben traernos el recuerdo de las propias vivencias que han marcado nuestra vida.
En el Antiguo Testamento la vida se relaciona con la respiración, con la sangre y con el movimiento para expresar el don mayor que Dios puede conceder al hombre. La vida es breve, por eso llegar a la vejez es una bendición especial (Job 2,17); la vida tiene como finalidad posibilitar que el hombre se una a su Creador mediante el cumplimiento de normas y preceptos que se autoimpone (Dt 4,1; Jr 2 13). En el Nuevo Testamento el horizonte se amplía hasta afirmar que Cristo es la misma vida (Jn 14,6) y que por amor al Padre “da la vida” (Jn 10,11-15), para tomarla de nuevo en la resurrección. Por eso, nuestra vida ya no está limitada a la tierra, sino que sale de ella para lanzarse a la conquista de una vida más fecunda, la vida eterna. Nuestra resurrección final, a ejemplo de la de Cristo, es el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte (Ap 21,4; 20,14), ya que entonces Dios será todo en todos (I Cor 15,28).
«El hombre recibe la vida de Dios como un don y como una tarea. En cuanto don, exige gratitud; en cuanto tarea, exige compromiso. Aquí nos toca insistir sobre todo en este compromiso. Con el don de la vida, Dios nos da también el mandamiento de vivir; ordena al hombre que honre la vida y realice sus virtualidades intrínsecas. Más que un mandato explícito se trata de una voluntad que emerge de las características mismas del don; en efecto, la vida es, en todos sus niveles, dinamismo que empuja hacia adelante, es esbozo que pide actuarse y perfeccionarse»[1]. Por lo tanto, la vida exige de nosotros querer vivirla en plenitud; y esas experiencias que marcan nuestra existencia permiten al hombre encontrar un sentido hacia dónde dirigir los pasos de la vida. Cuando se contempla en la calle cada uno de los Dolores, la gente medita sobre sus propias vivencias que le ayudan a encontrar el camino de fe que parte desde la propia vida.
[1] P. SARDI, Vida. En L. PACOMIO, Diccionario teológico interdisciplinar, Salamanca 1987, Ed. Sígueme, Vol. IV, p. 629s.