Hay en Física Cuántica un concepto llamado entrelazamiento cuántico. Este dice que, si separamos dos partículas estrechamente unidas, lo que ocurre en una condiciona a la otra. En palabras del físico y poeta David Jou, sería:

«Cuando dos sistemas cuánticos tienen un origen común, sus funciones de onda quedan entrelazadas en una sola función de onda por mucho que se separen. Eso hace que, al observar uno de los sistemas, la observación afecte simultáneamente al otro, por lejos que esté…».

Sí, ya sé que es un concepto complicadillo de entender y también de explicar con exactitud sin caer en «herejías físicas». Pero a mí me resulta sumamente interesante. Cada persona es como esa «función de onda», con su forma de ser, sus aciertos, sus errores, sus cosas buenas y malas. Y cuando dos o más personas conectan entre sí de alguna manera (como si todas tuvieran un origen común, una búsqueda común o un sentimiento común), esas «funciones de onda» que constituyen a cada una se fusionan en una sola. Eso ocurre en la amistad, en el amor en todas sus formas.  

Y estoy segura de que todo el mundo ha experimentado algo así alguna vez (ojalá que muchas veces) en su vida. Conexiones sutiles pero sólidas, que te unen para siempre a pesar de la edad o de la distancia. Uniones fortuitas que, gracias a ese «entrelazamiento» que surge entre ellas, amplifican a cada persona que forma parte de ella, la completan, y, de alguna manera, acercan más a Dios gracias a ese sentimiento que surge entre ellas.

Dice Philip Ball en su libro Cuántica. Qué significa la teoría de la ciencia más extraña:

«Aunque las partículas estén separadas, hay que describirlas como una sola función de onda».

A mi parecer, esto también ocurre en la oración. En ese momento de intimidad con el Misterio se forma un vínculo tan fuerte y especial que lo que surge de él no puede ser otra cosa que la profunda sensación de estar en el otro, de sentirse habitada, habitado, por Él.

En la Iglesia católica hablamos de la comunión de los santos, de un solo cuerpo formado por muchos miembros, por muchas (vuelvo al término físico) funciones de onda vibrando entre sí, unidas en una sola. Y eso lo impregna todo, como una especie de energía que va expandiéndose más allá, que afecta a todo. Lo que rezamos no se queda en ese momento ni en el lugar donde rezamos. Va más allá. Por eso, que alguien rece por nosotros no es una cursilería de mojigatos o beatones. Es la manera más hermosa de decirte «te tengo presente ante Quien lo puede todo, vibro contigo, siento contigo, me uno a ti estés donde estés».

Esto lo he comprendido aún mejor a raíz de mi experiencia durante días conviviendo con monjas de clausura. Siempre me pregunté si tenía algún sentido ese tipo de vida; si solo rezar, guardar silencio y trabajar eran suficiente. Y sí, lo es. Al margen de si esos estilos de vida consagrada tienen que evolucionar o no, yo descubrí que en la vida contemplativa se da ese entrelazamiento cuántico del que hablo. Cuando esas hermanas rezan, no rezan para ellas. No es un acto de autocomplacencia, ni un «Tú y nosotras» solamente. Esa oración trasciende los muros del convento. Lo que piden, lo que agradecen o lo que dicen en ella, de alguna manera, se extiende a todo el mundo, conecta con todo, llegando como la fuerza de una ola que abarca todo aquello sobre lo que se vuelca.

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A partir de ahí entendí lo importante que es que en todo momento haya en el mundo alguien rezando. Porque la oración alimenta esa conexión tan invisible como real. Y si se rompe ese mágico entrelazamiento, entonces se rompe la hermandad. En consecuencia, también perdemos la unión con Dios, que actúa como ese nexo, esos brazos abiertos que lo acogen todo, y de los que sale todo lo que la humanidad necesita.