«Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir juntos como hermanos. Debemos vivir juntos como hermanos, o pereceremos como locos»[1]. El laico católico no debe sentirse en posición de pasividad ni de inferioridad en relación con la vida misma de la Iglesia, ya que tiene responsabilidades precisas en cuanto a la misión. Cerrarse a los grandes y urgentes problemas de la evangelización de la sociedad es rehusar la invitación del Señor de ir a «trabajar a su viña» (Mt 20,2).
Antes que nada, será preciso redescubrir la responsabilidad de los fieles laicos en cuanto bautizados y su manera peculiar de concretar, en medio de la sociedad, la encarnación de Cristo. Esto subraya que los seglares tienen también una tarea de contribución al bien de la Iglesia, mediante el despliegue de sus carismas, para responder a los signos de los tiempos. El Concilio Vaticano II ha superado la visión del laico como presencia complementaria y lo ha colocado en centro, con el deber de encarnar el Evangelio, tanto en el mundo como en la comunidad eclesial.
La dignidad del cristiano laico no excluye la diversidad de ministerios dentro del pueblo de Dios (I Cor 12,28-31) y orientada a la unidad de todos los cristianos (Jn 17,21). Por eso, entre el seglar y los pastores sagrados debe haber una constante búsqueda de comunión y de diálogo, si deseamos alcanzar la meta que el Señor ha propuesto para su Iglesia. Esto se deriva de la mutua responsabilidad respecto del anuncio de la Buena Noticia a todas las gentes (cf. LG 37). Los laicos, por estar incorporados al pueblo de Dios, debemos ser sarmientos vivos unidos a Cristo y sentir un vivo deseo de ser iniciados en el conocimiento de los bienes espirituales que realizan al hombre que está abierto a la acción del Espíritu.
Para sentir verdaderamente la Iglesia como pueblo de Dios, nuestras comunidades necesitan recuperar el sentido de responsabilidad. Nuestra religiosidad no puede ser una religiosidad de consumo[2] donde pedimos los sacramentos, pero no aceptamos tareas que nos saquen de nuestra comodidad. Puede que justifiquemos nuestra actitud en una idea de Iglesia identificada con la jerarquía, sobre la que cargamos toda la responsabilidad, liberándonos nosotros de ella. La conciencia de ser pueblo de Dios lleva consigo asumir nuestra vocación común: en la Iglesia todos somos responsables porque todos somos Iglesia.
[1] MARTIN LUTHER KING. Citado en R. ANDRÉS, Diccionario existencial cristiano, Ed. Verbo Divino, Estella, 2004, p. 194.
[2] M. SÁNCHEZ MONGE, Eclesiología, Ed. Atenas, Madrid, 1994, p. 188s.