Creo firmemente que dentro de cada uno de nosotros hay un pequeño científico. O, al menos, una sana curiosidad científica. Todos, alguna vez en nuestra vida, hemos contemplado nuestro mundo y nos hemos preguntado cosas sobre él. Cosas que tienen que ver con su origen, con su funcionamiento, con su utilidad, con su finalidad.
Luego están los que han convertido esa curiosidad en una llamada, un deseo de dedicarse en cuerpo y alma a desentrañar los misterios del mundo físico en pro de conocer más y mejor nuestro planeta y, si es posible, también vivir mejor. Gracias a tantos y tantos científicos, sean de la especialidad que sean, hemos podido defendernos de un medio que, a veces, nos ha resultado hostil; hemos sabido aprovechar las materias primas y recursos de la madre Tierra; hemos conseguido vivir más sobreviviendo a enfermedades que, en principio, eran mortales (en ello estamos todavía); hemos mejorado las comunicaciones y, en general, hemos ganado en calidad de vida. Y, con todo esto, nos hemos desarrollado más como seres humanos. Sí, porque en contra de lo que algunos creen aún, el ser humano está llamado a desarrollar toda su capacidad de razonamiento. Ante los argumentos de aquellos que dicen que tanto descubrimiento científico lo que hace es retar a Dios, yo no puedo dejar de creer que Dios, precisamente, si nos quiso así (como seres inteligentes) no puede estar en contra de que hagamos uso de nuestra razón. En cierta manera, y esto es una opinión muy personal, no puedo dejar de creer que la ciencia es un camino para acercarnos al Misterio de los Misterios, una llamada (como tantas otras) que Dios hace para ir hacia Él. Eso sí, siempre y cuando no busquemos convertirnos en dioses y decidamos desterrarle. Me explico.
Recuerdo en la película Contact (basada en la novela de Carl Sagan del mismo nombre, en la que se trata, entre otros temas, el diálogo ciencia-religión), cuando la protagonista se prepara para su encuentro con seres de otro planeta, alguien le dice:
«Cuando se encuentre con ellos, ¿qué desea preguntarles?».
A lo que la protagonista responde:
«Mi pregunta será cómo han hecho para sobrevivir a esta adolescencia tecnológica, cómo han hecho para no autodestruirse».
He visto mil veces esta película (una delicia que les aconsejo, te deja con muchos interrogantes y también con mucha luz) y creo que ahora es cuando he comprendido esta pregunta y el deseo de la protagonista por formularla a estos seres que son descritos como más avanzados que nosotros.
Y es que hemos logrado mucho en el campo de la ciencia y la tecnología, y lo que ya «asoma» es increíble: ordenadores potentísimos, aplicaciones para comunicarnos cada vez más avanzadas, robots, humanoides, inteligencia artificial… Todo nos resulta tremendamente interesante, apasionante… pero también inquietante, al menos para mí. ¿Lograremos un mundo donde no se «pierda nuestra humanidad»? ¿Será un progreso en el que nadie quede fuera o las máquinas suplantarán a los humanos «más débiles» en una especie de selección natural darwiniana? ¿Seguiremos poniendo en el centro a la persona y no al dinero y el poder? Esto es, como dice la protagonista de Contact, ¿sobreviviremos a todo este «subidón» tecnológico sin destruirnos los unos a los otros?
A todo este tema me refiero cuando anteriormente he dicho eso de «no busquemos convertirnos en dioses y decidamos desterrarle». No por temor (creo que ya tenemos superado esa imagen de un dios que parece estar esperándonos con un terrible trueno destructor por si acaso decidimos asaltar su trono), sino por lo que significaría eso: dejar a un lado el cuidado por los más débiles y desfavorecidos de esta sociedad; dar prioridad a la riqueza, al poder y la dominación de unos sobre otros; perder el interés por hacernos cada vez más «humanos» al estilo que nos enseñó Jesús, para así poder conocer (y amar) más a Dios.
Me gustaría terminar este artículo con las palabras del astrofísico inglés sir Arthur Eddington:
«Somos creadores de músicas
y fabricantes de sueños,
que vagamos por desnudos arrecifes
y nos sentamos junto a corrientes desoladas;
perdedores, y a la vez salvadores,
en este mundo sobre el que brilla la pálida luna.
Y, no obstante, según parece,
somos quienes movemos y conmovemos a este mundo
para siempre».
Conmover a este mundo …y compadecer, y colaborar, y no dejar de sentirnos como hermanos los unos de los otros.
Que no nos devore el progreso.