Esta mañana, mientras tomaba mi café y hacía un breve repaso a mis redes sociales, me topé con la siguiente frase:
«Parece que uno de los rasgos fundamentales de la naturaleza es que las leyes físicas fundamentales se describen en términos de una teoría matemática de gran belleza y poder, para comprenderla se necesita una norma muy elevada de matemáticas… Uno quizás pudiera describir la situación diciendo que Dios es un matemático de orden muy elevado, y que Él usó matemática muy avanzada al construir el universo».
Esta frase es de Paul Dirac, ingeniero eléctrico, matemática y físico teórico británico que contribuyó al desarrollo de la mecánica cuántica y que ganó el Premio Nobel de Física en 1933 por el descubrimiento de nuevas formas productivas de la teoría atómica.
Puede resultar curioso que un científico de esta categoría cite a Dios (lo digo por el tan manido enfrentamiento entre fe y ciencia del que ya he hablado en otros artículos), pero a mí me parece una frase absolutamente maravillosa y conciliadora: matemáticas no es solo el lenguaje de la ciencia, la manera con que interactuamos con el mundo físico para poder comprenderlo. Es también el lenguaje que Dios usa para comunicarse con nosotros a través de dicho mundo, es decir, a través de la madre naturaleza, de esta hermosa Casa Común que habitamos, como la llama el papa Francisco.
Siempre he pensado que la belleza está muy ligada a Dios. La belleza en su más profundo sentido. Hablaba yo el otro día con un compañero que la belleza va mucho más allá de aquello que me pueda parecer bonito o agradable a la vista. Es más un equilibrio, una armonía, un encaje perfecto. Cuando uno se topa con ella, siente que todo adquiere sentido, que todo es como debe ser, y una sensación de agradable alivio te recorre todo el cuerpo. La belleza verdadera te lleva a reconciliarte con todo, te reporta una indescriptible serenidad y te colma de gratitud.
Es por ello por lo que creo que Dios está muy relacionado con la belleza. El otro día, con mis alumnos de 2º de Bachillerato en clase de Religión, trataba de explicar cómo la fe refutaba las ideas de Dios que los filósofos de la sospecha dieron. Y en ese momento me preguntaba: ¿qué imagen de Dios tienen estos alumnos míos? Ellos, con su idea aún antigua de ese Dios anciano, a veces castigador y justiciero; otras veces lejano; la mayoría de las veces como un concepto sinsentido y sin lógica.
«Si existe un Dios», les decía, en mis múltiples intentos de ponerme en su lugar y de hacerme entender, «sea como sea, se llame como se llame, debe ser perfecto. Porque si no, no es Dios. Y si es perfecto, debe ser bueno. La perfección no puede ir asociada a lo malo, porque lo malo, la maldad, no nos hace felices. Así que Dios debe ser bueno. Y nosotros quizás deberíamos revisar esas ideas nuestras que hemos puesto en Dios y que lo alejan de la Bondad, en mayúsculas».
Sí, Dios es perfecto, por ello es bueno, por ello es amor. Pero bondad y amor en el sentido más supremo, no en el sentido que cada uno de nosotros le damos según nuestra experiencia. Una bondad y un amor cercano a esas Ideas de las que hablaba Platón.
Y yo añadiría que Dios también es bello. Y como bello que es, no me extraña que hable el lenguaje de las matemáticas, ese que esconde el secreto de cómo funciona este hermoso mundo en el que vivimos, tan armónico, tan misterioso, tan salvaje e implacable a veces, pero también tan generoso. Un mundo que la ciencia, poco a poco, nos ha ayudado a entender.
Por ello, para mí sigue teniendo sentido hablar del diálogo fe-ciencia. Contemplo el mundo, la Casa Común, y en él veo la unión de ambas: veo a Dios expresándose y a la ciencia traduciéndole.