Se cumple en estos días el 100º aniversario del nacimiento del maestro y pedagogo brasileiro Paulo Freire. Para toda una generación que trabaja tanto en la educación formal como en la no formal, Freire ha sido y es un impulso permanente para hacer del acto educativo una práctica de transformación liberadora para el docente, para el alumnado y para la realidad que habitamos. Reconozco con estupor que hace ocho años, dando un curso a profesores noveles de una institución educativa, de treinta y ocho participantes solo dos personas habían oído hablar de Freire. Mala memoria pedagógica.
De él aprendimos que el alumno entendido como un otro, no es un objeto de nuestras programaciones, saberes y conocimientos, sino un sujeto que parte de una realidad cultural, social y política que le hace acopiar los saberes y sabores que constituyen su equipaje vital. Un alumno que ha atravesado una enfermedad grave y que ha «perdido» clase es un maestro de cómo afrontar el sufrimiento humano, de medir el tiempo con lentitud, de reconocer las necesidades básicas del ser humano que no tienen que ver con el éxito o el dinero sino con ser cuidado y cuidar, con ser reconocido y reconocer. Todos aprendemos de todos.
De Freire aprendimos que hablar de educación, como hablar de formación del profesorado, es hablar de proceso y no solo de cursos, evaluaciones o clases. Más tarde, el papa Francisco recogió esta idea en Evangelii Gaudium cuando nos recuerda que en la evangelización el tiempo es más importante que el espacio. Todo proceso educativo, y la evangelización también lo es, ha de privilegiar el tiempo a largo plazo o lo que es lo mismo, educar a fuego lento. Al propio Freire le preguntaban en otros países por su receta para lograr una educación popular con tanto arraigo en Brasil. Querían una receta para implantar en los siguientes tres años. Él respondía que hacía falta treinta años… Se trata de trabajar en clave generacional y desde la perspectiva de especie humana. Ni más ni menos.
Recuperar a Freire es recuperar el alma de los procesos que desbordan la lógica de las programaciones y de los resultados a corto plazo. Los procesos bien hechos son fecundos, las programaciones de mirada estrecha a veces producen resultados, pero no siempre esto es lo que la vida nos pide ni lo que la realidad planetaria reclama. En la educación estamos llamados a la fecundidad de una vida buena, de una convivencia ajustada al respeto y al reconocimiento mutuo, de un mundo presidido por la igualdad de oportunidades, de un planeta habitable donde todos los seres humanos tengamos cabida y vida saludable en armonía con todo lo vivo. Todo eso no se improvisa.
De Paulo Freire aprendimos que si somos educadores hemos de ser pedagogos, acompañantes fieles de nuestros alumnos. Incluso podemos atisbar una cierta pedagogía del cuidado que se alimenta de tres modelos complementarios. En primer lugar, de la pedagogía de la autonomía, donde el alumno es alguien que debe volar por sus propios medios, siendo así el acto educativo ese proceso a través del cual acompañamos en el logro de la autonomía personal, en el arte de discernir para tomar las mejores decisiones, en la capacidad de pensar por uno mismo y en la disposición para enfrentarse con altura de miras a los desafíos del tiempo que le ha tocado vivir.
En segundo lugar, es preciso desarrollar la pedagogía de la indignación, que nace del estremecimiento ante el dolor del otro. La escuela no puede permanecer ajena al sufrimiento de personas y pueblos. Freire nos enseña que el mundo no es, que el mundo está siendo. Y tenemos derecho a indignarnos ante la injusticia y el sufrimiento evitable. Pero esa indignación hay que educarla igualmente para que no se convierta en rencor o para que no se eternice la rabia del primer momento. La indignación puede transformarse creativamente en compasión y en el cultivo de una mirada amorosa hacia los peor situados y ante la naturaleza más desprotegida.
Por último, Freire nos convoca a fraguar la pedagogía de la esperanza para ser constructores del inédito viable día a día: ser hacedores de aquellos proyectos y servicios que hoy no existen, pero que dan cuenta de respuestas necesarias para que la lectura del mundo de nuestros alumnos sea apropiada y ajustada a esta realidad tan incierta que estamos viviendo. Así entenderemos el legado que nos dejó el maestro brasileño: la educación quizá no cambie el mundo, pero ha de cambiar a las personas que van a cambiar el mundo.
Os dejo con un pequeño video donde podemos saborear las palabras de nuestro amigo Paulo Freire.