El hecho del nacimiento del arte gótico ha sido objeto de gran cantidad de estudios desde hace muchos años. Cuando tomamos entre nuestras manos un libro de Historia del Arte apunta unas causas que todos recordamos: el desarrollo de las ciudades dentro de unas murallas que protegen a los que viven en su interior; una economía que crece despegada de una crisis que ha sacado lo peor de la gente; los nuevos impuestos que deben sufragar las nuevas construcciones y el final de un régimen aristocrático y feudal; la creciente especialización de los artesanos que empiezan a manufacturar sus creaciones en una especie de primigenia revolución industrial sin precedentes; la aparición de los gremios que generan la producción intensiva y, sobre todo, la evolución desde el románico con un largo período de tanteos. Pienso que esta última causa no se sostiene, a no ser que pensemos que esa evolución supone dos o tres décadas. Lo cierto es que lo que hizo el abad Suger de Saint-Denis en su abadía no tiene nada de evolutivo sino de revolucionario. No pretendo cuestionar estas causas, que son reales, porque se dieron en el tiempo y el lugar que nos ocupa, pero son aportadas desde una perspectiva incompleta, como puede resultar la del historiador y la del artista.
En un mundo donde la religiosidad es fundamental, porque organiza la vida y el alma de los ciudadanos, no podemos olvidar las causas teológicas de todo lo que sucede, porque la religión impregna la vida de todo y de todos en el Medievo. Además, se trata de una creación artística que va a desarrollarse para la Iglesia y en la iglesia, pensando en los fieles que van al templo a vivir y escuchar la liturgia; planificada por eclesiásticos que viven su existencia entre la oración, el trabajo y la gestión de esas pequeñas ciudades que eran los monasterios y pensada desde unas raíces que quieren poner el Evangelio en el centro de la vida. Es una época de entusiasmos religiosos, de riqueza material y de mirada al horizonte, un horizonte que es muy corto en la iglesia románica y que debe alargarse en la verticalidad, apuntando hacia Dios.
Respecto a la interpretación espacial del edificio religioso, con el paso del estilo románico al estilo gótico, se puede afirmar que si en el templo románico la transcendencia se hace inmanente a través de esa oscuridad espacial que invita al misterio, en el arte gótico es la inmanencia la que busca lo transcendente convirtiendo el espacio sacro en luminosidad radiante. Es el paso del teocentrismo al antropocentrismo.