Hay momentos en la vida en que sabes que no estás en el lugar en el que quieres estar y sabes también cuál es ese lugar en el que quieres estar. Pero el salto desde donde estás hasta donde quieres estar no termina dándose, y tampoco está en tu mano que se dé, con lo cual te ves abocada a continuar en un estado donde la inercia parece adueñarse de tus pasos, dando vueltas y vueltas sin parar. En esos momentos yo siempre ansío «el salto cuántico”.

En un átomo, los electrones están distribuidos en distintos niveles y orbitales, y allí se encuentran orbitando en torno al núcleo en un movimiento «infinito», sin parar. Pero puede pasar que un electrón, en un determinado momento, sea irradiado con una luz que le imprima una energía que le permita saltar a otro orbital u otro nivel, alejándose del núcleo (a veces, incluso, saliéndose del átomo). Pero, ojo, no vale cualquier valor de energía. Esto es: si la energía aportada no es la suficiente para que se dé el salto, el electrón no la absorbe y, por tanto, no salta. No se trata de tomar cualquier cantidad de energía para quedarse «suspendido» entre dos niveles consecutivos, por ejemplo (por cierto, entre esos niveles consecutivos no hay nada). Es como si el electrón dijera: «saltar para no llegar a ningún sitio, no. O salto y cambio de nivel o me quedo donde estoy».

A esta idea se llegó gracias a Max Planck, físico y matemático alemán, Premio Nobel de Física en 1918 y padre de la mecánica cuántica. Él decía que la energía no se emitía ni se absorbía de manera continua, sino que se hacía en forma de paquetes o cuantos. Es decir: la energía está cuantizada. Así, si la irradiación se da en «paquetes de energía adecuados», los electrones podían dar el salto. Si el «paquete de energía irradiado» no era el adecuado, no había salto.

A veces pienso que algo así nos pasa. Hay épocas en que uno puede sentir que está preparado para un cambio, para un salto. Pero por sí solo no puede, necesita que «la energía idónea» para ese salto venga de fuera (puede ser la oportunidad, el momento, la ocasión…). No son suficientes tus deseos, ni tus intenciones, ni siquiera lo muy preparado que crees que estás. Necesitas, como el electrón, esa radiación externa, con su energía adecuada, para que el tan ansiado salto sea posible.

En esos momentos descubres que no todo depende de ti, que hay algo más que toma partido en este juego. Y no me refiero al destino ni a la suerte. Me refiero a otra cosa más profunda: a la gran dosis de humildad de la que hay que revestirse para asumir que ni lo podemos todo, ni todo depende de nosotros siempre, ni está todo en nuestras manos.

En estos tiempos en que encontramos tantas frases que te dicen eso de «en ti está el poder», «los sueños te pertenecen», «tú eres el dueño del mundo»… a veces nos hace falta topar con nuestra finitud, nuestras humanas limitaciones, y abrazarlas, porque también forman parte de nosotros. Así, una vez asumidas, nos abrimos a la confianza y a la esperanza y, quizás, lo que necesitamos nos vendrá dado. Esos momentos tan difíciles son aquellos en los que creo que actúa Dios. No para solucionarnos la papeleta, sino para ayudarnos a discernir: a vislumbrar puertas, caminos y energías; a descubrir el siguiente salto y a poner esa parte que a nosotros nos falta. Porque yo, hoy día, aún sigo creyendo que Dios siempre provee.

Por cierto, ¿saben qué ocurre cuando el electrón deja de recibir la energía que le permitió hacer ese salto cuántico? Pues que regresa al nivel del que provenía, y devuelve la energía que se le dio en forma de radiación. No sé muy bien si esto podría tener alguna similitud con la vida, si es que estamos llamados a volver a los sitios que nos hicieron quienes somos y devolver allí lo que se nos dio. «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis», dijo el Señor a sus discípulos cuando los envió a predicar.

Quizás sea una buena reflexión para este tiempo de vacaciones: cuál es el siguiente «salto» y qué vamos a hacer cuando volvamos de él. Aunque, bueno, sin prisas… que el descanso es también cosa necesaria, ¿verdad?